Miedo. El día avanzó y la trompada no llegó aún, pero ya llegará. Patricia estaba escribiendo, sin ser consciente de ello, la misma historia que aprendió en su infancia. El golpe de su marido -tal vez más de uno- la lastimó a diario durante 12 largos años. Algo así como 4.380 días de sufrimiento silenciado por el miedo.
Su madre también había soportado las agresiones maritales cotidianas hasta que los hijos crecieron. Sólo después vino la separación. Tal vez ese era el plazo de dolor que se había impuesto: "cuando los chicos sean grandes". Lo poco racional del planteo iba de la mano de la propia locura del momento. La trompada diaria llegaba igualmente.
Patricia suponía que sin su marido iba a ser incapaz de sostener económicamente a sus tres hijos. E incluso que él podría quitárselos, cumpliendo la amenaza que vociferaba luego de cada sesión de golpes, ojos morados y lágrimas.
Para Patricia, los puños cerrados del hombre de la casa eran una cosa habitual desde sus años de niñez. Era aceptable un grito cada vez más elevado de parte de quien lleva los pantalones. También un golpe sobre la mesa. De ahí hasta la violencia física sólo quedaba un paso. Y una vez iniciado el camino de sometimiento se tornó muy difícil salirse. Dar marcha atrás era imposible.
El Centro Integral de Lucha contra la Violencia Familiar de la provincia recibió unas 2.000 denuncias a lo largo del último año, de parte de víctimas mujeres, adultos mayores -son cada vez más- y personas con capacidades especiales. Los casos llegaron a través de la línea 102 o vía comisarías cada vez que intervinieron en episodios semejantes.
El desencadenante de Patricia ocurrió aquella noche en que su marido rompió todo límite. Entró a la casa con amigos y comenzaron a consumir estupefacientes en el baño. Por primera vez, Patricia hizo el miedo a un lado. Tomó a sus hijos y se encerró en uno de los dormitorios. Llamó al 911. Escuchó las patadas contra la puerta de la habitación y las amenazas desaforadas del agresor: su pareja, el padre de sus chicos, un verdadero extraño.
La policía demoró, pero finalmente llegó. Había terminado la tortura, pero aún quedaba un largo camino de recuperación por delante. Consiguió ayuda económica del Ministerio de Desarrollo Humano y la promesa de una vivienda a futuro. Pero fundamentalmente se deshizo del temor. Logró enfrentar a su marido cada vez que la esperó en la puerta del Centro Cívico para increparla. Y ya nunca más se atrevió a golpearla. El sujeto quedó atrás. El miedo también.
