‘Me niego a considerar que en el fútbol se hospede la secreta porción de divinidad que anida en cada hombre. Gol es una mera interjección, y es horrible competir en un deporte donde alguien debe ganar y otro perder. La dicha mayor ha de ser ver feliz a otro. Pero si así son las cosas, habrá que responsabilizar a la cosmogonía concebida por Leucipo: la conformación del mundo por la conjunción fortuita de los átomos. No es casual que el fútbol concite tamaña adhesión en este arrabal del mundo que es la Argentina: del entusiasmo masificado sólo cabe esperar el incendio de las bibliotecas’… ‘Soy ciego, perdónenme; vivir me condena a emitir apotegmas cínicos y blasfematorios’.
Estos conceptos sólo comprenden un breviario del sarcástico laberinto borgeano. El escritor nació perdedor por varios cuerpos, todavía tentándolo todo, pues solamente cuestionaba no arrogarse la felicidad como una necesidad de vida y no ver al amor sino detrás de un casual invitado. Viene el prólogo a cuento de efímeros resultados, por quienes ganan con un tanto y en cuanto dos barajas, unos metros, un segundo, deciden quienes van al podio o al averno, enriquecidos o denigrados con valores preconcebidos intrascendentes. Pasan fugaces por el diálogo violento de unos pies hábiles para darle cierta dinámica impensada a una esfera de cuero indefensa.
Humano, demasiado humano, parodiando a Nietszche y al submundo de la abundante ilusión infinita, y llenando el espantoso vacío creado por la fatuidad populachera como el lauro supremo.
Ganador fue Roosevelt por sobre su fatal poliemielitis; Mandela ante su negrura inmaculada y su cárcel inmunda; y el indio Ghandi flaco, fiero y fuerte que planchó a la rubia Albión. Ganador fue el pueblo alemán unido tras la derrota bélica, y el japonés que rubricó victorias y genuflexiones atómicas, y el checo de Smetana y los polacos de Chopin sovietizados de prepo. Perder en serio es carácter nato y exclusivo de los miserables bantúes y somalíes y etíopes y congoleños y
senegaleses, que juntan metales, litio, niobio, coltán, para rapiñar otro grano a cuenta de algún día y otro dolor, y una postrer generación que pronto se anula y desciende a la sempiterna desesperanza alimentada por el fusil director eurocentralista.
En el fútbol somos todos analfabetos críticos y dichosos. Pero éste es sólo un juego que no supera al trabajo diario de hacer, penar y gozar los momentos esplendentes de locuras, necedades y barrabasadas propias de existir con dos patas torpes y necesarias, una sola boca que pide nutrientes y suplementos dietarios, con ojos borrosos de imágenes variopintas.
Existen otras diversiones que son eso, juegos aflictivos, ocurrentes, desconectantes y pasatistas para exaltar el humor o arruinarlo al paso de la rutina y el desafío vivencial. Cuesta hacer lirismo en las malas, pero un vaso de agua y un pan crocante en el desierto de amargura e insomnio luego de un traspié, que hoy aquí y mañana allá, es ineludible para el concierto de pensar y entender. Nada es eterno. Todo es verdad, nada es mentira. Sucede la tormenta y la calma es una feliz consecuencia de un orden sobrenatural bien dispuesto con el amanecer y el ocaso.
Una patada bien dada da fama, gloria y dinero. Dánosla hasta la línea final, vosotros, quienes sabéis y queréis en este tiempo, o en otros.
‘Usted no es más que un bandido+. Esta admonición fue pronunciada hace 50 años en el interior de la Casa Rosada. Su receptor era un libertino militar, quien junto a un grupo de valientes secuaces habían jurado defender la Patria hasta morir, solicitaba abandonar la presidencia de la Nación al Dr Arturo Illia, el hombre bueno cabal y patriota de verdad que enorgulleció el rango desde octubre de 1963. El único médico presidente de la historia triste de nuestro país, había nacido en Pergamino en agosto de 1900, hijo de padres italianos lombardos y ejerció en Cruz del Eje, Córdoba, durante casi tres décadas. Hoy su casa, donada por una inquietud de amigos, pacientes y vecinos, es un museo.
Fue un hombre bueno, guapo y solidario hasta la emoción. La anécdota evocativa brota en cada casa con cariño y tibia humedad. El hombre enjuto, suave, aplomado y tenue, salió a la calle ya de madrugada, solo con un ayudante argentino fiel, tomó un taxi sin calefacción y arribó a casa de un hermano. El 6 de septiembre siguiente falleció su esposa Silvia Martorell, por un cáncer de matriz que merece otra historia clínica doliente e inicua. El querido médico jamás aceptó una jubilación ni un privilegio. Vivió su etapa en la misma Casa de Gobierno, sin ocupar ni digerir los frutos de la quinta de Olivos. Murió el 18 de enero de 1983, y no pudo ver a su querida Patria en democracia. Con él, Argentina perdió este partido y los siguientes, para el espanto y el temblor. Estas sí son pérdidas íntimas e irrecuperables para ejemplarizar un tiempo amonedado y gris.
