El 2015 es un año que se presenta como muy activo en el plano económico, social y político no sólo para la Argentina sino para gran parte de Latinoamérica. Sobre todo, en lo político. Nuestro país no sólo afronta una campaña electoral muy dura, sino además, el Gobierno Nacional enfrenta un fuerte ataque mediático donde lobbys y corporaciones apuntan a remarcar profundamente los errores, y poco y nada de sus virtudes. El sector del campo no está ajeno a ello. Así lo viene haciendo desde el 2008 la dirigencia “del campo”, comandado por fuertes productores de la soja y granos, y que en estos días alcanza un nivel de reclamo que roza con la agresividad. Y un sector de la vitivinicultura nacional no es ajeno a esto. Nadie niega que el precio de la uva hoy es una vergüenza y que muchos viñateros pequeños y no tan pequeños no levantarán sus cosechas este año, abrumados por su desfinanciamiento de dos vendimias consecutivas. Hay dirigentes que reclaman en forma legítima y con derecho por el bajo valor de su producción, pero otros aprovechan para agregarle un tinte político de opositor que a veces opaca el reclamo. Hay un “canibalismo” en el sector que no conduce a nada. Los ataques en las marchas a los edificios públicos y la agresión verbal a funcionarios y otros dirigentes del sector al estilo barra brava es un triste espectáculo que no nos merecemos viviendo en democracia donde el diálogo y el respeto es fundamental en estos momentos.

EL PROBLEMA DE LAS UVAS COMUNES

A partir del 1 a 1 de Cavallo, en la década del ‘90 y con un dólar competitivo, un gran sector de la vitivinicultura nacional se modernizó con nuevos viñedos, nuevos sistemas de conducción, variedades, sistemas de riego y nuevas y remodeladas bodegas, logrando un gran cambio en la vitivinicultura argentina que permitió alcanzar exportaciones por encima de los 1.000 millones de dólares en vinos y mostos en su pico máximo en el 2011. En eso el Plan Estratégico Vitivinícola, elaborado con la participación de todos los sectores, tuvo mucho de influencia. Sin embargo, otra vitivinicultura, que no se adaptó a los cambios, siguió produciendo conforme uvas comunes (cerezas y criollas) para elaborar vinos blancos escurridos que, por ser de menor calidad enológica, sólo podían ir al mercado interno. Un mercado que además empezó a cambiar el “paladar” por los buenos vinos producto de aumento de su salario y mejor calidad de vida.

Así, estas uvas de menor precio generaron que los viñateros no pudieran mantener, ni mucho menos, reconvertir sus fincas. De aquí sale gran parte de los productores que año tras año realizan por el país movilizaciones de protesta a pesar de que el Estado puso millones de pesos para fomentar la reconversión de fincas y a subsidiar por daños por granizo, heladas y a intervenir en el mercado comprando uvas para mejorar el piso base.

PRODUCCIÓN DE BLANCOS ESCURRIDOS

Aunque es legal hacerlo, “teñir” los vinos bancos con uvas tintoreras o tintas de bajo color para hacerlos aparecer como “tintos” cuando en realidad son unos “tintillos” de bajo valor enológico, no parece lógico en la actualidad y agranda los excedentes de todos los años. Por consecuencia, la oferta es mayor y ante una demanda argentina que cada año cae aproximadamente un litro per cápita, nos quedará mucho vino en las piletas sin vender. Hay que terminar con ello. Hay que producir vinos blancos con uvas blancas y vinos tintos con uvas tintas. Ahora, a nadie se le puede negar que produzca vinos blancos escurridos, pero no debería ir al mercado interno. Sólo para destinarlos a la exportación como única vía de salida.

CONCENTRACIÓN

Por otro lado es difícil no marcar el grado de concentración y poder de compra de algunas bodegas. Hoy el 27,7% del mercado lo maneja Fecovita. Si le sumamos el Grupo Peñaflor, ambos manejan el 43,7%. Si agregamos a RPV, las tres alcanzarían el 53,5%. La cifra sube al 61,2% si le sumamos Balbo y Orfila. Es lógico pensar entonces que si 5 bodegas manejan este porcentaje, ellos son los que acuerdan los precios. Otro párrafo aparte son las escandalosas ganancias de los súper e hipermercados. Sentarse a la mesa del secretario de Industria y Comercio de la Nación y trabajar en ello con propuestas y negociaciones es una tarea urgente. Por eso, la salida sería darle a las uvas cerezas y criollas un destino no vínico, sino el de elaboración de jugos de uva concentrados. Argentina es el principal exportador de estos jugos siendo Estados Unidos un gran cliente. Hay negocio concreto aquí. Otra gran solución sería la aprobación de la ley nacional que permita en el país la obligatoriedad de la edulcoración de bebidas colas y aguas saborizadas con jugo de uva o de frutas, por ser más sanos para la salud y por lo que implica esto en las economías regionales. Más de 250 millones de kilos de uva sería lo que destinaríamos a este fin, disminuyendo los excedentes notablemente. Por ser una producción de 830 millones de kilos de uvas de criollas y cereza que las fábricas de jugo o mosto tendrían asegurada o cautiva para exportación y mercado interno, debería pensarse un precio justo y equitativo de parte del empresariado que se vería muy beneficiado.

Por otro lado gran parte de la industria considera que, de una vez por todas, debe adoptarse la decisión de derivar a destilación todos los caldos que no se encuentren comercializables, que también generan sobrestock.

El Gobierno nacional debe analizar a la brevedad la posibilidad que se establezca un dólar diferencial, como sucede con otras industrias (petrolera, pesquera, automotrices) y se rebajen las retenciones para hacer más competitiva la vitivinicultura argentina y recupere mercados que en estos dos últimos años ha perdido no sólo por su tipo de cambio sino por un mundo globalizado donde también juegan grandes productores europeos como España, Francia e Italia, y que también están pasando por una severa crisis con excedentes y bajo consumo.