En particular, la visita que hacemos hoy a los cementerios nos permite renovar el vínculo con los seres queridos que nos han dejado. La muerte, paradójicamente, conserva lo que la vida no puede retener. Cómo vivieron nuestros difuntos, qué amaron, temieron y esperaron, qué rechazaron, lo descubrimos de modo singular precisamente en las tumbas, que han quedado casi como un espejo de su existencia: estas nos interpelan y nos inducen a reanudar un diálogo que la muerte puso en crisis. Así, los lugares de la sepultura constituyen una especie de asamblea en la que los vivos encuentran a sus propios difuntos y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido interrumpir. Separarse de los seres queridos es doloroso; el hecho de la muerte es un enigma cargado de inquietud, pero para los creyentes, como sea que suceda, siempre está iluminado por la "esperanza de la inmortalidad”. Qué importante es acompañar a alguien en los momentos de dolor por la pérdida de un ser amado. Cuando murió mi padre, la primera llamada telefónica para sostenerme y darme fuerzas fue la del entonces cardenal Jorge Bergoglio. Para el Papa Francisco, estar al lado del que sufre no es un "slogan”, sino una actitud de vida evangélica ejemplar. Por eso es que todos sus gestos evangelizan e interpelan. No mienten. Brillan con la luz de un amor que es cercanía y sostén.

En realidad, hoy no es el ‘día de los muertos”; sino, como le llama la liturgia, ‘la conmemoración de todos los fieles difuntos”. Es decir, el día en que ‘traemos al corazón” (conmemorar) a quienes ya no nos acompañan con su presencia física. Y decimos: "de todos los fieles difuntos”, sin olvidar a nadie. Más aún: "difunto” no quiere decir simplemente "muerto”, sino que tiene un significado mucho más preciso. Viene del verbo latino "fungere”, que significa "desempeñar un cargo”, cumplir una misión, un oficio. De allí nuestro término "función”. El prefijo "de”, agregado a "función”, significa, en este caso, "cumplimiento, totalidad, perfección”. El "de -functus”- o "difunto” en castellano, es el que ha llevado a cabo, desempeñado totalmente su misión. Al que, en Roma, había cumplido toda la carrera y había llegado a su más alto cargo honorífico, los latinos lo llamaban "defunctus honoribus”. Al que terminaba indemne su carrera militar: "defunctus periculis”: "el que ha sorteado todos los peligros”. Ahora gozan de su situación obtenida. De eso habla la Iglesia cuando se refiere a los difuntos: de aquellos que han terminado, acabado, perfeccionado su actuación y ya no pueden actuar más como hombres terrenos. Han alcanzado su tope. La oportunidad de llegar a puestos más altos ya está cerrada. "Muerto” tiene toda la connotación de la muerte biológica: punto final, después de lo cual ya no hay nada más. "Difunto”, en cambio, el que, después de haber desempeñado cumplidamente una función, ahora se dispone a gozar o amargarse del estado que ha conseguido. La Iglesia ha siempre enseñado que es bueno rezar por los difuntos, aún por los que han muerto en gracia de Dios para ayudarlos a superar un misterioso estado intermedio, entre la vida terrena y el cielo, llamado "purgatorio”. El dogma sobre la existencia del purgatorio, tal cual fue definido por el concilio de Florencia y, luego, de Trento, no dice más que lo siguiente: "los difuntos que mueren en gracia de Dios, si no han eliminado totalmente las secuelas de sus pecados, han de ser purificados”. A esta purificación, de alguna manera penosa, pueden ayudar las oraciones de los fieles. Hoy rezamos por quienes viviendo el estado de purgatorio puedan concluir esa purificación para entrar a gozar de la eternidad.

El filósofo existencialista alemán Martín Heidegger (1889-1976) afirmaba que el hombre es un ser para la muerte: el ‘Sein zum Tode”, con una concepción nihilista de la existencia. Pero nosotros sabemos, desde la fe, que la persona es un "ser para la vida”. La fe nos sostiene en esos momentos humanamente llenos de tristeza y de desconsuelo. La liturgia de la Iglesia, en el Prefacio de difuntos afirma: "La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Los antiguos romanos señalaban que había que vivir con arte: el ‘ars vivendi”, sin olvidar el ‘memento moris” (recordar que un día todos vamos a morir), por lo cual también hay que preparar el ‘ars moriendi”. Cuando nacemos, lo hacemos con los puños cerrados; por lo cual, el arte de vivir implica aprender a abrir las manos como gesto de donación y entrega cotidiana, para llegar a morir con arte, como lo hizo Jesús en la cruz con las manos abiertas, sin armas de defensa, como signo de despojo. Cuánta razón tiene el Papa Francisco al decir que nunca ha visto que detrás de un cortejo fúnebre vaya un camión de mudanzas transportando los bienes del difunto. Sólo nos llevamos con nosotros, lo que hayamos dado a los otros. Hace veintiocho años conocí a Gianni Agnelli, nieto del fundador de la empresa automotriz Fiat. Fue un hombre hábil para los negocios, brillante intelectualmente y audaz en sus decisiones. Se declaraba agnóstico, pero en los días previos a su muerte, pidió los sacramentos y dijo una frase que nos hace pensar: "Vivir sin Dios es posible, pero morir sin Dios es terrible”.