El eje de interacción cultural Hemisferio Norte-Hemisferio Sur tiende a trasladarse hacia el eje Occidente-Oriente. Oriente aprende de las virtudes de Occidente, y viceversa.

Varios países asiáticos superpoblados y otrora paupérrimos, hoy los vemos erigirse como superpotencias culturales y económicas, incluso dejando en segundo plano a los Estados Unidos en no pocas facetas. Oriente aprendió (y aún está aprendiendo) de Occidente, que el único camino viable del desarrollo económico y cultural es la libertad política y económica. Para que esa tendencia universal de comunión moral se materialice plenamente, es menester que ese aprendizaje sea mutuo. Nosotros también debemos aprender, con la misma humildad, facultades que nosotros aún carecemos; por ejemplo, el efectivo ejercicio y establecimiento de altas virtudes como la sabiduría, la paciencia, la fe, la cortesía, la piedad filial y la benevolencia, las cuales son también virtudes cristianas, pero aún no encontramos un método eficaz para poder incorporarlas efectivamente a la costumbre cotidiana.

La posesión y la práctica de dichas virtudes y la libertad política y económica son valores que se complementan. Sin embargo, es importante señalar que un hombre virtuoso puede ejercer sus virtudes plenamente aún sin libertad política y económica, aunque esta última es imposible que exista sin un pueblo virtuoso. El hombre virtuoso para la libertad económica y política, es como la raíz para el árbol; el árbol no puede sobrevivir sin la raíz, pero la raíz sí puede prescindir del árbol, almacenando ésa su vitalidad por mucho tiempo bajo la tierra como los bulbos durante el invierno, que llegada la primavera crecen y dan sus frutos. Ejemplo de ello es el Pequeño Dragón de Asia, Taiwán, que ha preservado intactas las raíces espirituales de la China Tradicional; mientras que China Continental conserva solo parte de ellas.

Quisiera ilustrar estas consideraciones con un cuento que narra cómo un hombre, bajo las presiones de la vida cotidiana, abandona peligrosamente la puesta en práctica de sus códigos personales, hasta el punto de no poder siquiera reconocerse a sí mismo.

"Un maestro de la antigüedad le dijo a un monje del monasterio que desde niño había practicado La Verdad, que ahora debía salir al mundo para poner a prueba sus virtudes. Lo único que el monje llevó consigo fue una faja de tela para ceñirla a su cintura como símbolo de ser un practicante de La Verdad.

Habiendo alquilado una pieza en un barrio pobre, todas las noches se sacaba la faja para lavarla y dejarla afuera colgada en una soga para que se secase. Al poco tiempo descubrió que los ratones la estaban comiendo. Un vecino le aconsejó que consiguiera un gatito para que espantara los roedores. El recurso funcionó, pero advirtió que el gatito necesitaba ser alimentado, entonces sus vecinos le sugirieron que comprara una vaca para que proveyera diariamente al animalito de leche. Con la adquisición de una vaca solucionó el problema, pero la vaca necesitaba comer mucho pasto, así que decidió comprar un campito situado al lado de su vivienda contrayendo un préstamo, pero para mantenerlo y pagarlo necesitaba ayuda, y para ello consiguió una compañera con la que luego se casó y tuvo muchos hijos. Ahora necesitaba más recursos para mantener a su familia, a la vaca y al gatito, motivo por el cual debió explotar intensivamente el campo, contratar a peones y criar ganado.

Al cabo de los años, su antiguo maestro del monasterio le hizo una visita para saber cómo avanzaba la práctica de La Verdad de su discípulo, y se encontró con un hombre que únicamente vivía para mantener un campo, pagar un préstamo, el jornal a sus peones, mantener a su numerosa familia, criar incontables cabezas de ganado y a un enjambre de gatos. Al final de cuentas el hombre, por preservar la faja, perdió todo lo que para él representaba.”

El progreso espiritual debe ser directamente proporcional al progreso material. El incremento de medios y recursos abre muchos caminos en los cuales es muy fácil perderse, de modo que los medios pueden acabar convirtiéndose en el fin de nuestra existencia si no ejercemos la práctica cotidiana y el establecimiento de altas virtudes. A menudo le damos tanta importancia a los recursos, que terminamos apegándonos a ellos a costa de sacrificar nuestras primeras metas y objetivos, e incluso hasta nuestros propios valores éticos y morales.

El árbol jamás puede ser superior a su raíz.

(*) Abogado.