El tiempo, ese mandato inapelable, se llevó de Avenida Libertador casi Urquiza (entonces Victoria) su estampa cordial y sus aromas. Creo que la Isabel vive aún en la planta alta. Envejecidas de amores, sus paredes siguen aguardando los Zondas. Es imposible pasar por allí y no meter la nostalgia en los rincones abolidos; buscarnos en el pecho infantil las cosquillas sagradas del recuerdo; apretar entre los dedos el billete de cinco pesos que mi madre me dio para comprar la verdura, y saciarlo de lunas mañaneras estacionadas en el ayer; mirar acongojado hasta Punta de Rieles, aquella Libertador sin boulevard.
Doña Vicenta nos espera con su figurita frágil detrás del mostrador. Con acento español nos pregunta qué hemos de llevar; entonces sus manos dulcísimos toman la puruña como un pincel y escarban vida en las grandes cajas de azúcar, yerba, café o harina; colocan el producto en el papel estraza previamente ahuecado con sus manos, y le hacen un repulgue de enorme empanada para formar el paquete. Ella lo ha pesado primorosamente en su vieja balanza, a la que le ha desequilibrado el mundo con pesitas de bronce de todos los tamaños, para que esa inestabilidad fundacional genere al fin la armonía por virtud de su obra, como en el universo.
En la almacén la ayudan sus hijos Mario y Eugenio. El primero jovial y dicharachero, el segundo generalmente tristón. En la verdulería, el hijo Vicente inaugura cotidianamente la digna sinfonía armada con sueños de la Pacha Mama. Poco habla. Es el mayor, creo. Al irnos, como salvando su parquedad o saltando el cerco de su timidez, nos dice alguna broma en tono muy sereno. Y así, casi todos los días, el mercadito nos espera, mientras, como una sinfonía de ladrillo y barro, vamos construyendo con pasos humildes sueños grandilocuentes.
Uno pasa por esos lugares y le escapa a su ausencia. Estamos protegidos por el recuerdo. Por eso, ayer debí acercarme para verificar si el mercado aún estaba en pie, porque estoy seguro que no hace mucho vi a la Isabel en la puerta con su rubia cabellera y sus años floridos. Las partidas siempre duelen. Ha de ser por eso que esperaba ver sus viejas puertas abiertas, sus escaparates repletos de verdura, y sentir el aroma de especias y pan recién horneado. Pero no; un no hiriente se me plantó enfrente; entonces fue necesario acudir al velero de las ilusiones, y las figuras de Doña Vicenta y sus hijos edificando la vida, contribuyendo al progreso de este país que adoptaron con su dignidad cotidiana, se me movieron como piezas de un tablero ilustre en el mostrador de la nostalgia; reabrieron el mercadito para insistir en las dignidades de la vida; reinauguraron balanzas y puruñas, y todo fue igual en el alma del barrio.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.
