Casi como al pasar, mencioné en una nota anterior las narraciones de mi abuelo Francisco Navarro, con las cuales me subía, noche a noche, a las fantásticas aventuras que supo protagonizar en sus años jóvenes. En ellas, lo real y lo imaginario tenían una frontera difusa. Me han preguntado qué nos contó sobre los buscadores de fortuna en la sierra de Pie de Palo. Trataré de acordarme:
A finales del siglo XIX, al parecer cuatro chilenos y un mendocino, atraídos por la leyenda de que en esas sierras había un tesoro escondido, lo conchabaron para que los guiara por el laberinto inextricable de sus sendas. Mi abuelo accedió y se encargó de los animales, comida, y todos los enseres necesarios. Y allí se internaron los seis, con el ánimo corajudo de los que son capaces de enfrentar cualquier peligro, con tal de hacerse ricos en un santiamén. Mi abuelo iba al frente, pero con la atención puesta en cada movimiento de los desconocidos, cuyo gesto adusto y de pocos amigos, se acentuaba por su escasa conversación. Pasaron los primeros días, y el fracaso de la búsqueda hizo más tensa la relación en el pequeño grupo. Entre ellos, ya comenzaban a desconocerse. Mi abuelo pensaba que ya que estaba en el baile, bailaría, pero ganas no le faltaban de volver a su rancho. Cierta noche todos dormían. Él, con un ojo abierto. En eso vio pasar un quirquincho, que iría de cacería nocturna. Lo siguió y presagió un lindo almuerzo para el otro día, pues sabía preparar uno de los más sabrosos platos que ofrece la fauna autóctona. El animalito se le aparecía y desaparecía por entre jarillas, garabatos y algarrobos. Pero mi abuelo, que ahora extrañaba no haber traído su perro, no lo perdió de vista, hasta que notó que se había detenido a beber agua de un nacedero. Se le acercó con el sigilo de un felino y vió, asombrado, como la luna hacía brillar unas piedritas que corrían lentamente bajo el agua. Se olvidó de la mulita y tomó una de ellas. Con perplejidad vio que eran pepitas de oro. ¡Había dado con el tesoro! Era cosa de escarbar en el nacedero y picar hasta encontrar el huevo del yacimiento. Decidió volver con sus contratantes. Lo haría guiado por su instinto baqueano, a sabiendas que el Pie de Palo era un cerro encantado cuyas lomas, se decía, suelen cambiar de lugar.
Resolvió marcar las rocas por donde volvía, para no perder la ubicación del nacedero. Al llegar despertó a los hombres, que cargaron las herramientas y lo siguieron. Al poco andar, descubrió que las marcas habían desaparecido. Los otros no le creyeron y empezaron a amenazarlo. Llegó a jurarles que decía la verdad y les pidió paciencia, porque ya encontraría las marcas. Estas nunca aparecieron y un chileno, en enloquecido arrebato, blandió un pico que cortó el aire frío de la noche, rumbo a la cabeza de mi abuelo.
Al despertar, éste cabalgaba en las ancas de un flete, que guiaba un desconocido de anchas espaldas. Una negra cabellera descendía de sus hombros y mi abuelo calculó que el hombre, o lo que fuere, tendría una altura descomunal. Confundido, no sabía si estaba vivo o muerto, pero se miraba, se tocaba y estaba entero. Su salvador detuvo el caballo donde las carpas de los mineros. No había nadie. Mi abuelo se quedó como esperando alguna señal, pero el gigante se mantenía inmóvil sobre el lomo del sudoroso animal, con la mirada clavada adelante y bien sujetas las riendas. Comprendió que debía bajarse. No bien lo hizo, aquél emprendió otra vez su marcha y mi abuelo notó, asombrado, que le faltaba una pierna. En su lugar, una pata de palo se dejaba ver, como realzando la autoridad del hombre. Un poco más allá se perdió en la noche. Sin dudarlo, mi abuelo agarró sus cosas, ensilló y a galope tendido se alejó del lugar. Nunca supo que fue de los chilenos y el mendocino. Y él, jamás volvió a meterse en el del Pie de Palo.
"’Bueno m"hijo ¡a dormir se ha dicho!”, decía mi abuelo, mientras nos cubría con una pesada cobija jachallera.
