No sé si es necesario entrar en la polémica sobre si el boxeo es un deporte. Sí creo que hay que destacar algunos casos extraordinarios donde esta disciplina más se exhibe como un arte, aunque considero no puede soslayarse el gesto antinatural de un encuentro en un escenario, entre dos hombres que no se odian, pero que se golpean muchas veces hasta la destrucción, ante el regocijo de muchedumbres.
Un día de septiembre nació en Mendoza un boxeador excepcional. Otro día de septiembre se fue en el sentido material, pero desde entonces se sobrepone con creces a esa ausencia física por haberse erigido en un símbolo de lo que la gente nunca fue a ver a un rin y, sin embargo, terminó por adorar. Esos misterios del ser humano.
Nicolino Locche desarrolló con belleza la parábola de su vida. Nació de un hogar pobre y se esmeró en morir igual, vaya uno a saber por qué inescrutable capricho que sólo a él pertenece. Se subía a un cuadrilátero a disfrutar de los esquives a la crueldad, y se montaba en fantasmas para desairar al contendiente y agasajar la belleza, diseñándola con su cintura casi varita mágica, poniéndola a danzar siluetas de sus vides y zondas, desafiando a la brutalidad con sus escapes hermosamente ridículos, heroicamente a contrapelo del hachazo y de la guerra. Fue Nicolino un saboteador de la dureza, un pacífico colado en una batalla casi ajena. Subía a ese escenario donde la metáfora de la riña callejera se erige en un disfrute inexplicable, y le ponía "arrugues" intrépidos, tolerancia mil, escondrijos donde el alma se pone a resguardo.
Rodolfo Braceli, el gran periodista y escritor mendocino, lo pinta como una mezcla de torero, Gandhi y Chaplin. Ninguna metáfora más fiel y respetuosa para este personaje singular. Nicolino fue todo eso sin proponérselo. Se había trepado a la vida por el costado de la belleza.
Nico fumaba y fumaba. No le hacía asco a los excesos. Bebía con exceso y dormía con exceso, como escapando a esta realidad que a veces no es para los sensibles y los románticos. Miren si él lo fue, que se trepaba al escaparate de una pelea y, entre los rugidos de la gente, la convertía sin reparos en un acto casi amatorio, una persuasión, una retreta de mariposas.
Siga trepando, Nicolino, a los cuadriláteros del mundo, ese tablado mayor donde los hombres se destruyen sin conocerse y se odian sin haberse hablado; persista en su utopía de domar el viento con los mazazos que vienen de enfrente; arrugue, si es necesario, porque muchas veces es conveniente y digno mostrar al enemigo una flor, ponerle traje de niña a la violencia, amarrar el deporte por su mejor costado, el de la fantasía que da el talento.
