Al observar a la sociedad argentina actual, resulta llamativa la escasa capacidad que exhibe la gran mayoría de sus ciudadanos para debatir, de modo racional e informado, los problemas que la afectan. Preocupa aún más, al observar esta carencia en los dirigentes, quienes por su propia naturaleza deberían estar especialmente entrenados para encarar tales debates.
La escena pública aparece, notablemente empobrecida, ya que, a diferencia del pasado, casi no existe debate serio de ideas que oponga concepciones, sino que las posiciones contrastantes ante un determinado problema se resumen en agresiones de preocupante vulgaridad. Esa dirigencia nos da el ejemplo cotidiano de un discurso asombrosamente limitado, insólitamente vulgar, que ejerce, sin embargo, una poderosa influencia sobre los demás a la que parecen ser ajenos quienes lo generan.
Hoy, altas figuras públicas expresan los conceptos más burdos e insultantes sobre otras personas, incluso representantes de instituciones, sin siquiera tomar conciencia del impacto que ellos impulsan sobre el conjunto de la sociedad debido a la investidura de quien los dice. La calidad de la política se mide por la capacidad de dialogar y debatir ideas. Dialogar es lo contrario de combatir. Dialogar exige renunciar a los fundamentalismos que llevan a no pensar. Dialogar es, pues, rendir homenaje a la razón. Lo advertía recientemente el juez de la Suprema Corte Eugenio Zaffaroni: "que la política aprenda un poco su esencia, que es la negociación”.
La actual pérdida de esa capacidad de debatir, está estrechamente ligada a la crisis de la educación. El pedagogo italiano Adolfo Scotto di Luzio, sostiene que el ejercicio del "arte civil del discurso” es una de las contribuciones más importantes de la educación a la democracia. En el pasado, los maestros eran los responsables de cultivar ese arte civil, enseñando a sus alumnos el dominio de la lengua. No la lengua concebida como simple herramienta útil tan solo para el intercambio comunicativo, como lo es hoy, sino ligada a la capacidad de analizar contenidos intelectuales complejos y de expresarlos de manera sencilla y elegante.
La escuela que cumplía esa función, la que rendía homenaje a la razón, se ha ido desvaneciendo con el tiempo. Para comprobarlo, basta con encender nuestros televisores. Allí aparece el descarnado empobrecimiento del lenguaje y, a la vez, la decadencia que experimenta el "arte civil del discurso”, lo que reviste una importancia crucial para el devenir de los procesos políticos en las sociedades democráticas.
