Lo primero que me llegó de Carmen fue su voz. Le andaba revoloteando un racimo de niños a los saltitos, bajo un sol de tres de la tarde que quitaba las ganas de salir a la calle, y Carmen miraba a cada uno de los críos a los ojos y decía: "¡La rep…tísimamadre que te recontraremilrepar…!", y seguía pavimento abajo, en zigzag intrigante. La voz de Carmen era todo un caso. Te podía llegar de una o dos cuadras antes, y tal vez no distinguías el formato textual exacto, pero ese tono, ese inimitable graznido de bisagra reseca, era su marca registrada.

Carmen tenía una batería de puntos fuertes: se llevaba el mundo por delante en su soliloquio de locura ordinaria, avanzaba gallarda desempolvando algún bolero. El saquito de lana prendido en el último botón le daba ese aire de emperatriz extemporal, que coronaba con el palo de escoba que le hacía de metrónomo a sus alpargatas descosidas.

Pero también tenía un punto débil: que le dijeran Carmela. Ahí sí que a la reina se le caía el protocolo de golpe y no había razón que le bajara las revoluciones. "¡Carmela!", salían los niños a cortarle el paso, sabedores de su talón de aquiles. Y Carmen revoleaba palazos enceguecida, recogía piedras de la banquina y se las hacía llover, entre puteada y puteada, a los díscolos que corrían a esconderse detrás de las moras.

Jamás se supo la edad de Carmen. El pelo tirante atado atrás, color hueso; los surcos en la frente, la espalda vencida, todo era indicio de su bitácora enriquecida. El andar reptiloso, las encías deshabitadas. Su obsesión por surcar las siestas. El palo con el que castigaba o profetizaba. La bolsita del Vea de la que asomaban las puntas de los trapos y el paquete de galletas. Y te ponía la mano así, en cuenco, que parecía una ramita seca, para pedirte la moneda. Podía tener sesenta años, o sesenta mil, y la voz era siempre la misma.

Dejé de verla por varios años. Para mi familia, era La Viejita. Para mí, era esa pieza indescifrable en el rompecabezas de la soledad colectiva. Solía acordarme de ella cada vez que veía niños siesteando, aburridos, huérfanos de la Play. Hasta que volví a verla. Era domingo, a la hora en que las panzas llenas se llaman a cuarteles, y ahí andaba Carmen. Se le había pegado a la ventanilla de una cuatro por cuatro en la estación de servicio de España y Líbano. Algo le decía desde afuera al conductor, que apuraba la trompa del mastodonte metálico para dejar la siesta atrás. Y desde el 47, que justo atravesaba la esquina, algún desacatado desprendió un "¡Carmela!" al paso. Entonces quedó en el aire ese arpegio inconfundible: el bramido de la camioneta, la arrancada del micro, el chillido de Carmen recordando a la madre del gritón.