Desde tiempos inmemoriales el hombre concibió su vida como un espacio de trabajo y dentro de la pausa cotidiana la recreación y el descanso. Quizás en la prehistoria alguna piedra del tamaño de un balón de fútbol rodó por las planicies y otro hombre en la más magnífica interrelación la recibió y la retornó como un signo de encuentro y entendimiento.
Para el filósofo Emanuele Kant el juego constituye en el niño un preejercicio para la vida futura. Lo cierto es que los griegos, muchos siglos después, hicieron de la actividad deportiva el eje de una existencia sana y feliz.
La herencia grecolatina es importante en las normas básicas del ambiente lúdico: la disciplina, el orden, las normas, la perseverancia, la ética y todo aquello noble que diera jerarquía a esa tarea de ser mejores y que aún se mantiene como llama viva, como antorcha permanente, como símbolo perenne de las olimpíadas.
Nadie puede ser indiferente a la práctica meramente deportiva porque forma parte de la estructura vital humana, especialmente y durante muchos años de la de los varones.
Analizar hoy el mundo del fútbol desde la óptica femenina no es fácil. Puede constituir un avasallamiento y quizás por imperio de los hombres se sientan invadidos por voces inexpertas.
Sin embargo, el periodismo ha cambiado y muchas profesionales ingresan a los vestuarios, comentan partidos y se atreven a las críticas más audaces. La intuición femenina va más allá de los tecnicismos; es emocional y perspectiva.
El orbe futbolístico aparece a veces como incomprensible, muy lejano de las simples razones que mueven a las actividades humanas.
La logística, el esfuerzo compartido, la planificación, llevan mucho tiempo y se disuelven en el aire de la derrota en un instante.
Pero la experiencia nos enseña que no existen verdaderos fracasos sino ensayos, que aunque costosos en lo humano y en lo económico; dolorosos en lo visceral deben renovar las fuerzas para que esas metáforas muertas de "pasión de multitudes", "el gran deporte del pueblo", caigan definitivamente como un telón invisible y dejen ver las realidades más ondas.
Si un equipo de estrellas apagadas y sin brío, desorientadas, decaídas, inermes nos fabrica un mundo de ilusiones han impuesto en sus seguidores un sentimiento muy difícil de borrar.
Si analizamos el aspecto formal, es decir, si cantaron o no el Himno, si se llevaron su mano al corazón, si en sus ojos hubo emotivas lágrimas al ser vencidos, sería una aproximación a los hechos acaecidos muy poco significativa.
La verdad está en los botines, en la capacidad operativa, en la labor de equipo, en la situación psicológica de la victoria y de la competencia, del juego limpio, del honor de "una camiseta, que no debe mancharse".
El ocaso de los semidioses llegó y era previsible a pesar de las cábalas, porque el triunfo nunca se deja al azar, exige una intensa preparación, un plan determinado, una tarea coordinada, una renuncia a las grandes individualidades y un técnico que no improvise sino que piense los cambios a la luz de las potencialidades de sus jugadores.
El ocaso de los semidioses nos marca otra etapa en medio de una Argentina difícil, controvertida, apasionada.
Pero cada ocaso tiene su amanecer y aquellos que encendieron las estrellas volverán hacerlas brillar cuando su voluntad así lo mande.
