"Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado" (Mc 16,16). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en este Domingo de Pascua: Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida. En su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: "Me voy y vuelvo a vuestro lado" (Jn 14,28). Morir es partir. Aunque el cuerpo del difunto aún permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo (cf. Jn 13,16). Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es algo definitivo; no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su muerte: "Me voy y vuelvo a vuestro lado". Precisamente al irse, regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca.

En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un lugar determinado y a un tiempo preciso. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, por el amor podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Sin embargo, queda la barrera infranqueable de que somos diversos. En cambio, Jesús, que por el acto de amor ha sido transformado totalmente, está libre de esas barreras y límites. No sólo es capaz de atravesar las puertas exteriores cerradas, como nos narran los evangelios (cf. Jn 20,19). También puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado ayer, hoy y siempre. Él viene también hoy y abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú.

Esto sucedió a san Pablo, que describe el proceso de su conversión y su bautismo con las palabras: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20). Con la llegada del Resucitado, san Pablo obtuvo una identidad nueva. Su yo cerrado se abrió. Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre, de este hombre llamado Pablo, ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser cristiano. Ésta es la alegría del Domingo de Pascua.

Anoche hemos bendecido el fuego y la luz nueva representada en el Cirio Pascual. Con la radicalidad del amor de Cristo Resucitado, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra: luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas con respecto al hombre, qué somos y para qué existimos. No dejemos que se apague esta luz de verdad. Al mismo tiempo esta luz es también fuego, fuerza de Dios, una luminosidad que no destruye, sino que quiere transformar nuestro corazón, para que seamos realmente hombres y mujeres de Dios y para que su paz actúe en este mundo. Es mucho lo que debemos cambiar los argentinos. Hemos ingresado desde hace un tiempo en la descalificación sistemática del adversario. Se vive en la sociedad un internismo asfixiante: pactos, alianzas, asociaciones, cuyos promotores e integrantes no se dirigen a la ciudadanía para explicarle qué buscan juntos, qué proyectos se proponen llevar a cabo, qué ideas e ideales refuerzan al acoplarse. No, nada de eso. Hoy se busca entretener a los ciudadanos, pero no se los quiere educar. En esta Pascua 2009, el Resucitado nos invita dar pasos, no hacia atrás sino hacia delante. No para huir sino para encontrarnos. No para agredir desde la lejanía, sino para donarnos la paz acercándonos. Aprendiendo que la reconciliación ofrecida por Jesús desde la Cruz es la que derriba muros y genera puentes y puntos de encuentro.