La liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta las tres parábolas de la misericordia, propias del evangelista Lucas: la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo. Un hombre tiene cien ovejas y pierde una; deja las noventa y nueve y va a buscar la que se ha perdido. Una mujer tiene diez monedas y pierde una; enciende la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta que la encuentra. Un padre tiene dos hijos: el menor pide la herencia, se aleja de la casa paterna y finalmente arrepentido vuelve al hogar donde es acogido por la ternura y el perdón del padre (cf. Lc 15,1-32). Parece que la pérdida es el fracaso de Dios. Sin embargo, es el amor que vence, perdiéndose detrás de quien se extravió. El Dios que se presenta en las parábolas es un Dios que va detrás de uno solo. Basta que sea uno el que se pierda para que Dios se ponga en camino. La parábola del hijo pródigo tiene tres protagonistas. "Un hombre tenía dos hijos”: este inicio, simple y contundente, abre la enseñanza más bella del evangelio. El Señor retoma una tradición que viene de muy atrás: la temática de los dos hermanos recorre todo el Antiguo Testamento, comenzando por Caín y Abel, pasando por Ismael e Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra vez, de modo diferente, en el comportamiento de los once hijos de Jacob con José. Jesús retoma esta temática en un nuevo momento de la actuación histórica de Dios y le da una nueva orientación. Tratemos de seguir la parábola paso a paso. Aparece ante todo la figura del hijo pródigo, pero ya inmediatamente, desde el principio, vemos también la magnanimidad del padre. Accede al deseo del hijo menor de recibir su parte de la herencia y reparte la heredad. Da libertad. Ningún otro texto muestra como este el corazón de Dios. Un Dios diferente, no sólo de aquel de los fariseos, sino también de la imagen que nosotros todavía llevamos en el corazón. Un Padre que no quiere una casa habitada por hijos-siervos, obedientes pero descontentos, sino de hijos libres, alegres que se sienten amados. Él puede imaginarse lo que el hijo menor hará con la herencia, pero le deja seguir su camino. El hijo se marcha, "a un país lejano”. Allí derrocha la herencia. Sólo quiere disfrutar. Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo que considera una "vida en plenitud”. No desea someterse ya a ningún precepto, a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente autónomo. La palabra griega usada en la parábola para designar la herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos griegos: "sustancia”, naturaleza. El hijo perdido desperdicia su "naturaleza”, se desperdicia a sí mismo.
Al final ha gastado todo. El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo, en un cuidador de cerdos que sería feliz de llenar su estómago con lo que ellos comían. El hombre que entiende la libertad como puro arbitrio, el simple hacer lo que quiere e ir donde se le antoja, vive en la mentira, pues por su propia naturaleza forma parte de una reciprocidad. Su libertad es una libertad que debe compartir con los otros; su misma esencia lleva consigo disciplina y normas; identificarse íntimamente con ellas, eso sería libertad. Así, una falsa autonomía conduce a la esclavitud: la historia nos lo ha demostrado de sobra. Para los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser cuidador de cerdos es, por tanto, la expresión de la máxima alienación y el mayor empobrecimiento del hombre. El que era totalmente libre se convierte en un esclavo miserable. Al llegar a este punto se produce la "vuelta atrás”. El hijo pródigo se da cuenta de que está perdido. "Entonces recapacitó” (Lc 15,17). Su "conversión” consiste en que reconoce todo esto, que se ve a sí mismo alienado. Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende. El padre ve al hijo "cuando todavía estaba lejos”, y sale a su encuentro. Ni siquiera le deja terminar, lo abraza, lo besa y manda a preparar un gran banquete. Así es el corazón de Dios: transforma la ira y cambia el castigo por el perdón. El hijo mayor se molesta. Sólo ve la injusticia y la ley: "Nunca desobedecí una orden tuya”. Para él Dios sólo es ley. También este hijo necesita convertirse. Nuestro Dios es el que tiene ojos que no reposan sobre el pecado del hombre sino sobre el sufrimiento para curarlo. Es necesario cambiar nuestra imagen de Dios. Él no es alguien que se complace en el castigo que humilla, sino que goza en el perdón que recrea.
