El ser humano comete errores durante toda su existencia, porque es imperfecto. Las experiencias lo hacen aún más imperfecto a medida que va desarrollando su ego interactuando con los demás. Tiene un instinto de supervivencia y de territorialidad que no lo abandona nunca, de manera que aprende a defenderse como puede. Sin embargo, también tiene conciencia, y esta posibilidad le permite el discernimiento para actuar. Las personas se pueden equivocar pero también pueden pedir perdón.
Perdonar desde el fondo del corazón, para que no haya nunca más ni resentimientos, ni odios ni venganza es sublime, porque no sólo permite seguir viviendo normalmente con otros sino que también hace posible reanudar los vínculos perdidos, recuperar el equilibrio, y recobrar la paz y la tranquilidad. El odio y el resentimiento interrumpen el libre flujo de la vida, contamina las horas con el sabor amargo de los recuerdos que no nos permiten disfrutar, nos quita la libertad y nos enferma; porque las enfermedades son expresiones de odio y resentimiento enquistadas en el cuerpo y la depresión es un ejemplo.
Perdonar no exige poner la otra mejilla y exponerse al dolor de otra ofensa, tampoco nos obliga a ser amigos de quienes nos traicionaron. Ni amigos ni enemigos, porque se trata de seres que ya han tenido una oportunidad y la han perdido y que dejamos ir en paz deseándole lo mejor. Perdonar no quiere decir que olvidemos, porque hay que aprender de las experiencias y olvidar puede llevarnos a cometer el mismo error dos veces. Muchos no olvidan ni perdonan y viven sus vidas atados a los sucesos del pasado aunque sepan que el pasado no vuelve y que nada se puede cambiar. Pero aunque el pasado no es posible cambiarlo, el que no olvida a veces puede en parte remediarlo. Como le ocurrió a la heredera de una antigua y poderosa familia austríaca que perdió todas sus pertenencias durante la guerra.
A principios del siglo XX, el pintor Gustav Klimt, ganó prestigio con su arte en el ambiente de las familias adineradas de Austria, entre ellas la del millonario judío-checo Ferdinan Bloch-Bauer, que adquirió varias de sus obras, luego confiscadas por los nazis. Una sobrina de Ferdinan, María Altmann, que huyó a los EEUU durante la guerra, inició en 2002 un juicio para recuperar los cuadros que tenían un valor de 135 millones de dólares. Fue un juicio memorable que terminó en Austria con un arreglo entre la demandante -que pudo recuperar las obras- y las autoridades del museo. En este caso no hubo olvido y se logró hacer justicia.
