Un día Jesús dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará” (cf. Lc 9,18-24). Jesús ha sido por excelencia, el Inocente que sufre. Se ha escrito que el dolor de los inocentes "es la roca del ateísmo”. En verdad, es el "hueso duro de roer” de todas las religiones. En el estupendo libro de Dostoevski, "Los hermanos Karamazov”, el rebelde Iván exclama: "Si el sufrimiento inocente debiera servir para construir una humanidad mejor, ¿pueden los hombres aceptar la felicidad edificada sobre la sangre inocente? No estoy de acuerdo”.

Después del horror que tantos hombres y mujeres vivieron en el campo de concentración de Auschwitz, Dachau, Buchenwald y tantos otros, el problema se ha vuelto de mayor actualidad y agudeza. Observemos igualmente, el drama de los rehenes de las FARC en Colombia. En una carta que Luis Mendieta, una de las víctimas de los guerrilleros, envía a su esposa e hijos, afirma: "Durante estos últimos años hemos creído alcanzar la cima del sufrimiento, pero después de nueve años de cautiverio hemos llegado a la conclusión de que el sufrimiento causado por el secuestro no tiene límites”. Este hombre señala en su misiva que en dos ocasiones tuvo paludismo, que tiene varias llagas y cicatrices, y que lleva varios años con dolores en el pecho, los huesos y las articulaciones. "No es el dolor físico lo que nos hiere, no son las cadenas que llevamos colgadas a nuestros cuellos lo que nos atormenta, no son las permanentes enfermedades las que nos afligen -dice en otra de las cartas-. Es la agonía mental causada por la irracionalidad de todo esto, es el enojo que nos produce la perversidad del malo y la indiferencia del bueno, como si no valiésemos, como si no existiésemos”.

En ciertos momentos de dolor inocente, parece darse un proceso en el que la voz del juez ordena al imputado a ponerse de pie. El imputado en este caso es Dios y la fe. El juez, es el ateísmo o el agnosticismo. ¿Qué puede responder la fe a semejante drama? Ante todo, es necesario que todos, creyentes y no creyentes, adoptemos una actitud de humildad, porque si la fe no se encuentra en grado de "explicar” el dolor, menos aún, la razón. El dolor de los inocentes es algo grande y misterioso como para poder encerrarlo en nuestras pobres "explicaciones”. En la historia de Job, Dios mismo da la razón a este hombre que lo ha cuestionado con sus "por qué”. Jesús, que sabía dar mejores explicaciones que nosotros, ante el dolor de la viuda de Naim y de las hermanas de Lázaro, sólo pudo conmoverse y llorar. No es la incapacidad para explicar el dolor lo que hace perder la fe, sino que es la pérdida de fe lo que hace inexplicable el dolor.

La respuesta cristiana al problema del sufrimiento inocente se encuentra encerrada en un nombre: Jesucristo. Él no ha venido a dar doctas explicaciones sobre el dolor o la cruz, sino que ha venido a cargarla silenciosamente sobre sus espaldas. Aceptándolo, lo ha cambiado desde dentro: de signo de maldición, lo ha convertido en instrumento de redención. Jesús no sólo ha dado un "sentido” al dolor inocente, sino que le ha conferido un "poder” nuevo, una misteriosa fecundidad. Para no desesperar, más que mirar las "causas” del dolor inocente, debemos contemplar sus efectos. Miremos lo que brota del sufrimiento de Cristo: la resurrección y la esperanza para todo el género humano. ¡Cuánta fuerza y heroísmo suscita con frecuencia en un matrimonio, la aceptación de un hijo con capacidades diferentes! ¡Cuánta solidaridad se moviliza detrás de ese dolor y cuánta capacidad de amor se desconocía previamente! Pero antes de concluir esta reflexión debo añadir una ulterior observación. Cuando se habla de dolor, lo más importante no es entenderlo o querer explicarlo, sino no aumentarlo. Gran parte del dolor que viven no pocos en el mundo, no es fruto de la fatalidad o expresión de la naturaleza, sino que viene de nosotros, de nuestra libertad, de la voluntad de prevalecer sobre los demás, o simplemente de nuestras omisiones. Jesús deseaba que sus discípulos fueran en el mundo como "corderos en medio de lobos”.

Aprendamos de Cristo que en vez de aumentar el dolor en los demás, trató de aliviarlo. Cierto día, una persona se quejaba ante Dios: por qué permitía que existiera el hambre, la guerra, el sufrimiento, el abandono y la indigencia de tantos niños. "¿Qué has hecho y qué haces para permitir tanto dolor? ¿Qué haces que no lo alivias?” Y escuchó la voz de Dios que decía: "Te hice a ti”. Ante el sufrimiento, en vez de preguntarnos, ¿Dónde está Dios?, interroguémonos: ¿Dónde estamos nosotros? Dios cuenta contigo y conmigo.