En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente que es el Hijo del hombre?". Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas". Él les preguntó: "Pero, y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?". Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Jesús le respondió: "¡Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás! Porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo". Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías (Mt 16,13-20).

El "Yo soy", pide con humildad a los discípulos: ‘¿Qué dice la gente que soy Yo?". Hasta ahora, eran los otros quienes interrogaban a Jesús. Ahora es él quien interroga. La fe comienza cuando nosotros dejamos de cuestionar al Señor y dejamos que él nos cuestione a nosotros. El interrogado se hace interrogante y viceversa. La fe es "responsabilidad”: es decir, habilidad para responder al Señor que interpela. Responderle es el arte y la aventura de ser hombre. Dios es la eterna pregunta. El problema no es interrogarnos sobre Dios o interrogarlo, sino dejarnos interrogar por él. Quiere introducirlos en su misterio. Es que su pregunta nos abre a ese misterio. No es una crisis de identidad de él. Está en juego la identidad de ellos. La respuesta personal a esta pregunta constituye al discípulo. Es que el cristianismo no es una ideología, una doctrina o una moral, sino una relación de comunión con Jesús. A los discípulos se les interroga ante todo, respecto a lo que dicen los hombres de él, y luego lo que dicen ellos, para sugerirles que la respuesta que deben dar no puede ser como la del mundo. "’¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre?”. Hay un: "’se dice que”. Se trata de un hablar genérico e irresponsable que no responde a la verdad. El desconocido es reducido a lo obvio, que reduce todo a las propias dimensiones. Para algunos es Juan el Bautista, para otros es Elías o Jeremías. Son las figuras religiosas más eminentes del pasado, con una historia de acción y de pasión por la Palabra. Tienen en común el no haber sido comprendidos en vida y estar ya muertos. Igualmente se piensa que "’es alguno de los profetas”: es decir, voz de Dios; su respiración. Confundir al Viviente por un muerto es un modo de matarlo. Se lo reduce a una figura fúnebre que no incomoda demasiado, sino que requiere sólo un poco de veneración. "’Pero ustedes, ¿quién dicen que soy?”. La pregunta es precedida por un "’pero”. Como si los Doce, y con ellos todos los cristianos fuesen distintos, no aplanados por el pensamiento homologado y dominante de un mundo secularizado. Pedro responde acertadamente: "’Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús se ha encarnado para ofrecernos el don del Padre, de modo que aprendamos que todos somos hijos y hermanos. Ver en la carne de Jesús a Cristo, el Hijo del Dios viviente, es el centro de la revelación.

La tercera pregunta va dirigida a cada uno de nosotros: "’Para vos, ¿quién soy yo?” Jesús no interroga. "’¿Qué han aprendido? ¿Qué palabra mía les ha impresionado? ¿Cuál es el centro de mi enseñanza?”, sino "’Quién soy para vos?”. "’Con tu corazón, con tu fatiga, con tus alegrías y tus pecados, ¿qué dices de Cristo?”. Las palabras verdaderas van siempre en singular. No sirven aquí los manuales de teología, los escritos de ciertos autores especialistas en temas catequísticos o las respuestas aprendidas de memoria. Deberíamos aprender a responderle: "’Tú eres para mí el amor crucificado. El amor ha escrito en tu cuerpo el alfabeto de las heridas indelebles del amor. Tú eres para mí el amor desarmado que nunca ha reunido ejércitos, y en este mundo arrogante ha dicho que son felices los pobres, los mansos, los misericordiosos y los artesanos de la paz”. Una síntesis perfecta del evangelio de hoy lo ofrece Sor Teresita, la monja cisterciense, que luego de 84 años de clausura salió del convento para ver a Benedicto XVI en Madrid. Con 103 años de edad se anima a seguir diciendo: "’Señor, quiero mirar con tus ojos, hablar con tu boca, oír con tus oídos y amar con tu corazón”. Ella ha sido ante el mundo en estos días la imagen de la felicidad que auguró Jesús a Pedro por haber descubierto en él, al Todo.