Hubo un cambio en carpeta el año pasado en el Gobierno provincial destinado a mover las fichas en el área de seguridad, el costado más débil de la administración.
Por alguna razón que no se conoce, esa modificación no se hizo. Y le impidió a la gestión de Gioja enviar al menos un mensaje de preocupación hacia la principal inquietud de la gente: ser víctima de un asalto, un robo o algún hecho violento de los que se ven habitualmente en las calles sanjuaninas.
No es cierto que se trate la inseguridad provincial de un fenómeno dominado, y menos que sea un invento comunicacional. Menos que menos, que la gente no esté preocupada. Sí es cierto, en cambio, que la llegada a la cúspide de la inseguridad como principal problema social significa el retiro de otros dolores de cabeza habituales en esas alturas: desempleo, crisis económica.
No justifica eso que se desprecie el problema. Y la ausencia de un sistema de contención política, una jerarquía que se demuestre activa ante cada golpe, implica el silencio de un aparente desinterés e insensibilidad.
Ya demuestra la movilización ciudadana sus prioridades cuando recibe algún golpe de los más dolorosos: salideras, el caso de Carolina y su bebé o personas masacradas en algún robo. Atruena luego el reclamo en las calles y allí salen los encargados políticos de los resortes de seguridad: son célebres los casos del ex fiscal Carlos Stornelli, secretario de seguridad bonaerense que debió renunciar ante el enésimo hecho; o de Guillermo Montenegro, ex juez federal que debe salir a poner la cara ante cada caso violento en Capital, además de hacerse cargo de los tropezones de Macri con la policía porteña; o hasta el mendocino Carlos Ciurca, el primero que salta de la cama para el pésame a los familiares de las víctimas de algún caso de violencia de los muchos que hay en esa provincia.
Trabajo ingrato como pocos. Pero hay que hacerlo y para eso están: su presencia demuestra preocupación por el asunto, que la política toma nota de los problemas de la gente, y que además hay un fusible para hacer saltar si las soluciones que se ofrecen no surten efectos.
En San Juan, el problema es justamente ese: que no se ofrecen soluciones desde la política. El secretario de Seguridad provincial se llama Dante Marinero, está en su cargo desde que asumió el gobernador Gioja hace 7 años y su nombre no resulta familiar a nadie porque no aparece.
Y existen aquí dos opciones para justificar su ausencia: o hay un trabajo en las sombras sumamente eficiente que no requiere corporizarlo en algún funcionario, o no es la inseguridad un tema acuciante para la sociedad local.
Los dos son falsos. Sumado a que la dimensión política puede funcionar al menos como consuelo, o como descarga para las víctimas, o como engaño de que alguien está haciendo algo para solucionar el problema. No alcanza que el jefe de policía, Miguel González, ande como un bombero llegando temprano a los operativos ni que se muestre activo cada vez que un hecho de envergadura conmocione a los sanjuaninos: él no es el responsable de las decisiones políticas para que ocurran menos hechos violentos y que los delincuentes ganen la partida.
Miguel González también inició su gestión desde que lo hizo el gobernador y está a punto de cumplir un récord de permanencia como jefe de policía: serán 8 años ininterrumpidos si es que llega al final. Se pasó todo ese tiempo desatando la interna, atajando penales e impulsando medidas de fondo que nunca pudo concretar.
La interna no es más que el eje de superiores que quedaron de la administración Alcayaga y que funcionó en sus primeros años como convulsionador interno, factor de desunión y, por qué no, fogoneador de inestabilidades. A varios años de distancia, la depuración de comisarios hizo que ese factor desapareciera, pero quedan algunas secuelas y demasiado tiempo perdido.
Atajar penales, porque la acción policial viene dedicándose a lo urgente, los hechos del día, sin capacidad de desarrollar una estrategia. Motivos, varios: la falta de personal, las fallas en la formación de nuevos agentes por lo rápido que deben ser sacados a la calle, y los sueldos que no son de miseria como hace años pero tampoco son de maravilla: un agente que empieza cobra algo más de $2.000 de básico más el doble por adicionales, alrededor de $4.000.
Esa coyuntura ha impedido a la fuerza avanzar en las reformas de fondo: la más importante es la creación de una carrera universitaria para formar a los cuadros policiales, con lo que apuntaban a profesionalizar a los efectivos y a mejorar el servicio.
El primer año que fue presentado el tema en el Consejo Superior de la UNSJ, la iniciativa fue rechazada por un voto, en medio de una discusión hueca plagada de prejuicios entre algunos consejeros universitarios y algunos policías. Después siguieron presentándolo, y siguieron rechazándolo, hasta que ahora está en gateras en la Católica y con suerte dudosa.
¿Qué buscan con esta reforma? Otorgar el título de licenciado en seguridad y de esa forma integrar a los policías a la sociedad universitaria, que todos saben entrega otro rodaje y otra maduración más allá de los contenidos propiamente dichos. Pero además, establecer una tabla de requerimientos para que todas las franjas de las fuerzas de seguridad se profesionalicen. Ningún subcomisario podrá ascender a comisario sin el título personal, los oficiales necesitaba hacer dos años de esta carrera de 4 años y a los otros cursarlos en la escuela de policía, y los agentes deberán pasar un año en esos claustros, en lugar de los 6 meses de "formación" que atraviesan hoy. La fuerza aporta los maestros y el presupuesto. Nada a corto plazo, pero soluciones de fondo que por ahora no han conseguido empezar a ser implementadas.
Tampoco tuvo suficiente apoyo político la creación de la policía judicial. Se trata de una unidad dependiente de los Tribunales que se encargue de llevar adelante la instrucción de las causas, producir pruebas, encargarse de los detenidos. Hoy, los agentes de policía se pasan la mayor parte del día haciendo sumarios de oficinista, cuidando a los 130 presos que hay en las comisarías, llevándolos a declarar o hasta haciendo certificados de domicilio. De patrullar las calles, que es la función específica de un policía y por la que toda la sociedad le reclama, ni hablemos.
Mientras los policías se ocupan mayoritariamente de esas tareas administrativas, los delincuentes se sienten dueños de las calles y la dirigencia política juega a disimularlo. Es extraño encontrar vigilancia policial en algún punto fuera del centro, y será doble suerte si no está jugando con el celular. Los 3.500 policías actuales suponen un incremento del 20% respecto de hace 8 años, pero aún así son insuficientes porque no se dedican a lo que deben hacer.
A la luz de esa evidencia, ocurren cosas llamativas. Una violencia inusitada en varios casos recientes, y la presencia atemorizante de cada vez más delincuentes de Mendoza, que parecen haber encontrado en San Juan una zona liberada donde nadie los conoce. Lo atestiguan los casos del robo a Chica, el golpe a la joyería El Regulador y el tiroteo en el barrio Enoé Bravo (ver página 17).
Esa falta de reflejos hace que los delincuentes se modernicen y las fuerzas de seguridad los sigan combatiendo con las mismas armas, cada vez menos eficientes. Son un problema las salideras y la policía debió disponer de agentes de civil filtrados para compensar la ausencia de nuevas regulaciones. Son un problema creciente los arrebatos de los motochorros, para lo que tampoco parece haber solución. Y aparecen en el ranking los escruches, una modalidad que lejos de desaparecer va en aumento.
Hay otra pata gravitante en esta historia: la vieja discusión de la inimputabilidad de los menores y los beneficios carcelarios que permiten salidas a los presos. La ley más dura o más blanda, los jueces más estrictos o más permisivos. Todo el mismo cóctel, que un día merecerá dejarse de hacer payanita para la tribuna para abordarlo en serio.
