Evidencia la historia, los Aztecas fueron un pueblo que sufrió la dominación y fue casi exterminado. Desplazados de su terreno debieron huir y establecerse en un lugar virgen, prácticamente inhabitable. La necesidad los obligó en base a trabajo, tenacidad y perseverancia a transformar ese lugar en una ciudad increíble en la América precolombina. Una vez asegurada su supervivencia, se multiplicaron y formaron un ejército. Decidieron probarse atacando a sus vecinos. Les fue bien, sometieron a los primeros que enfrentaron. Esto les dio confianza y riquezas. Atacaron a otros, les volvió a ir bien.
Siguieron avanzando y sometiendo pueblos más débiles que ellos. Veían en su proceder un medio para poder desarrollar sus artes y ciencias, hacer crecer su ciudad y poner contentos a sus dioses ofreciendo sacrificios humanos. Esto lo hacían convencidos de que le daban energía a las divinidades y estas se la devolvían. Ni sospechaban, que el impulso para conquistar y someter les venía también de un instintivo deseo de venganza.
Habían logrado extender su imperio y ambos océanos besaban sus playas. Tenían un emperador llamado Moctezuma II cuando recibieron la visita no tan inesperada cómo extraña, de unos hombres totalmente distintos (en apariencia física) a ellos. Algunos venían montados en unos extraños animales. Una creencia Azteca afirmaba que por el Este llegaría el dios sol, de cabellera dorada. ¡Ahí los tenemos! Los soldados de Hernán, convertidos en clones del sol.
El Azteca no pensó que era una amenaza el visitante. Eran menos de quinientos, comparados con su poderoso ejército de miles de guerreros. Pero los españoles, vieron engrosadas sus filas con muchos guerreros nativos, antiguas víctimas de los Aztecas. Moctezuma tenía un consejero, Mocterrezta N. Este, más pacífico, le sugirió que hablara con los jefes guerreros de sus vecinos nativos, convencido de que esa era la única posibilidad de torcer el destino, que él vislumbraba inevitable. Moctezuma aceptó el consejo. Vinieron los representantes de varias tribus y pueblos como los Toltecas, Omecas, Zapotecas, Emerotecas, Discotecas. También un grupo que era la fusión de dos pueblos, uno de amazonas, Las Lomotecas y otro de sabios, Los Craneotecas. A ambos los chicos de Moctezuma les comieron hasta la primer parte del nombre. Ahora eran Solo-Tecas.
Moctezuma, por consejo de Mocterrezta, mutó su arrogancia en diplomacia: Muchachos, es hora de que olvidemos nuestras pequeñas diferencias y nos unamos ante un enemigo común, que los usará para vencerme a mí, y luego hará lo propio con ustedes. Saltaron los caciques: ¡¿Pequeñas diferencias?¡. Pequeña es la cantidad que nos has dejado vivos. Bueno, bueno, eso fue antes, ahora debemos unirnos, sino desaparecerán todas nuestras culturas. Está bien, planifiquemos la forma de deshacernos de los invasores.
Rodearon al ejército español. El avispado Hernán, al ver los indios dirigidos por los caciques que él había apalabrado, se confió. Fueron desarmados. Sus mujeres fueron devueltas a sus respectivas tribus, y ellos alojados en una isla que no carecía de agua, alimentos ni abrigo. No fueron masacrados porque aún Moctezuma pensaba que eran hijos del dios sol. Le consultó a Mocterrezta, éste que tenía ascendencia con todos los pueblos nativos, coincidió en que era conveniente dejarlos vivos, pero sin mujeres y sin posibilidad de escaparse ni reproducirse, hasta que la naturaleza ponga fin a su existencia de seres terrenales. Si no lo eran, superarían la prueba.
Entre todos los pueblos aliados custodiaron día y noche a los españoles. Y ahí pasaron éstos sus últimos años, hasta que, víctima de las enfermedades traídas del viejo continente fueron dejando este nuevo mundo, este mundo. Luego ya, cuando la venida de los hombres del mar era una leyenda y los animales que montaran, servían al indio, y se llamaban caballo, sobrevino un cataclismo que sumergió a la isla en las profundidades del océano, y con ella los restos de los extraños invasores.
Los indígenas se vieron liberados del peligro de los europeos. Como no tenían un enemigo común, se creaba cada cual el suyo. Eso sí, los sacrificios humanos terminaron porque al decir del siempre acertado Mocterrezta, el perdonarles la vida a los hijos del sol fue ofrenda suficiente para todos los dioses y para todos los tiempos.
