Siempre que nos encontramos con alguno de los de aquel grupo de amigos de la niñez, resulta inevitable recordar al Quico y aquella tardecita cuando se calzó las Pamperos, alzó la valijita de útiles de castigado cuero marrón y salió corriendo para su casa, para hacer los deberes. Siempre hacía lo mismo, porque era buen alumno el Quico. Jugaba a la pelota "en patas" para cuidar sus impecables zapatillitas, porque el empleo de sereno de su padre era poco para una familia numerosa de la cual él era el hijo mayor. Corría como un galgo y le pegaba a la pelota como los crack de la época. Él siempre nos enrostraba sus ídolos de Independiente y conservaba en un bolsillo de su mochilita las figuritas ajadas que los simbolizaban.
Nos llamó la atención que esa tarde, cuando, como otras, puntualmente se retiraba a su casa a estudiar, nos silbara desde afuera del potrero, nos hiciera parar el partido del cual se iba dejándonos perdiendo y nos saludara con una mano en alto. Lo miramos asombrados. El flaco le dijo "hasta pronto", reprochándole una vez más el abandono del picadito. Él se marchó al trotecito elegante con su valijita colgada a la espalda.
El estruendo fue espantoso. Nos paramos electrizados. Venía de la avenida, sin duda. El partido se apagó de golpe como el despeñadero de un desmayo, y corrimos al escenario que nos convocaba a escasa cuadra y media. Un hombre lloraba apoyado en un viejo automóvil Chevrolet que estaba atravesado en la avenida y que exhibía un abollón en su robusto paragolpes delantero niquelado. La gente salía del mercadito como hormigas cautelosas. Un policía de la Cuarta llegó en su bicicleta Bianchi a frenos de varilla. La tiró a un costado y se paró de frente, sentencioso y sin argumentos ante una sombra pequeña, incontrastable, que se había desparramado en el gris de la avenida. Una Pamperito había rodado como gorrión lastimado hasta el cordón de la vereda. La otra, en su piecito que ya no pisaría la de trapo, ni volvería triunfal hasta su humilde casa en donde era el emblema de sus pequeños hermanos.
"Ya viene la madre", dijo por lo bajo uno de los chicos. Eso era demasiado para mí, a pesar de esa curiosidad que suele ser brutal en la niñez, y me fui del lugar, como quien abandona el cielo, comprobando que la vida puede ser tragedia en dos segundos. Imaginé que cuando el drama se hubiera disipado en el barrio, una valijita marrón ajada podría volver por las noches al potrero, a recordarnos, a recuperar los símbolos de la vida, porque desde lo más íntimo algo nos grita que el amor no se pierde, que la nobleza sigue sembrando alamedas y espiando navidades. Por aquellos días, yo había leído el poema de Armando Tejada Gómez que describe en su infancia la muerte de su amiguito en una calle terrosa de aquella su Mendoza. La penosa cuan excelsa estrofa que lo recuerda, no me abandonará jamás: "Cayó el Toto de frente con su poquita sangre".
Dr. Raúl de la Torre, Abogado, escritor, compositor, intérprete.
