¡Bendito sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva! (1 Ped. 1,3). Éstas son las palabras que dirigía el apóstol San Pedro a los primeros cristianos, tal vez justamente mientras estaban reunidos en una vigilia pascual para recordar la "Muerte y Resurrección de Cristo". Eran palabras nuevas para ellos, nunca oídas en el mundo, gracias a un hecho, la resurrección de un hombre de la muerte. Hoy, esos momentos se viven así, hombres cansados de la larga y vana búsqueda de la verdad o desilusionados de la observancia de la ley mosaica. No todo está perdido, se revela de golpe, una nueva fuente de luz y alegría. Lo prueba el mismo apóstol cuando sigue diciendo: "Por eso ustedes se regocijan a pesar de las pruebas que deben sufrir momentáneamente, ustedes lo aman sin haberlo visto, y creído en él, sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación’. Desde aquel entonces pasaron otras dos mil vigilias pascuales para la iglesia.
¿Es posible revivir hoy, el mismo sentimiento de "esperanza viva’ y de "alegría indecible"?
Las mujeres que se presentaron en el sepulcro aquella mañana de Pascua se preguntaban: "¿Quién correrá la piedra de la entrada del sepulcro?" (Mc. 16,3). Lo mismo nos sucede a nosotros: ¿quién derribará la piedra del sepulcro, que con el paso del tiempo, se ha vuelto más densa y pesada para poderlo ver a Él, al resucitado? Veinte siglos de historia no pasaron de largo en vano; si bien por un lado revelaron a Cristo, por el otro contribuyeron a alejarnos de él y a ocultárnoslo. Todo se ha vuelto más complicado en torno a Jesús de Nazaret, cada uno dice lo suyo, y se escriben las cosas más disparatadas sobre él. Todavía se escucha "está aquí", "está allí". Nosotros mismos, los creyentes nos hemos acostumbrado a no sorprendernos más. La piedra que oculta a Cristo hoy, está hecha de conformismo, de rutina, de aprendizaje de memoria, de indiferencia. Es una piedra que no pesa sobre Cristo sino sobre nosotros mismos. Somos nosotros quienes debemos derribarla para abrirnos a esa "esperanza viva", a esa "alegría indecible".
¡Pascua y esperanza!
Dos palabras hechas la una para la otra. La Palabra de Dios nos enseña a unirlas en nuestra propia historia personal y comunitaria. Cuando el rito pascual se celebró aquella noche en cada casa de los hebreos en Egipto, era el signo y el paso a una inmensa esperanza: ¡Mañana saldremos de esta casa de servidumbre! ¡Mañana el Señor nos librará de nuestros opresores! ¡Mañana estaremos al otro lado del Mar Rojo! ¡Mañana estaremos en Libertad! El desierto amplio y soleado concreta la espera de la libertad, pero abre a la vez una esperanza nueva, más grande, la esperanza de la Tierra Prometida. Dicha esperanza, se alimenta del recuerdo de lo que Dios hizo en el pasado, por eso se celebra y se reaviva cada año en la celebración de la Pascua; hasta concretarse aquella noche que Jesús reunido con sus discípulos les decía: "He deseado ardientemente comer esta pascua con ustedes antes de mi pasión, hasta que llegue su pleno cumplimiento" (Lc. 22,ss).
Pero este anuncio fue borrado por los hechos que se siguieron inmediatamente: la captura en el huerto, el juicio, la muerte, la sepultura… "Una esperanza destruida como otras tantas. Nosotros esperábamos que fuera él quien liberara a Israel. Pero a todo esto van tres días que sucedieron estas cosas" (Lc. 24,21). Estaban nuevamente en el punto cero. Pero en medio de la oscuridad se difunde la noticia: ¡Resucitó! ¡Lo han visto! ¡Se le apareció a Simón! Esos días sus discípulos vivieron la experiencia que significa "ser regenerados a una esperanza viva"; que es la noticia, el anuncio que nos hicieron a nosotros y por el que hoy estamos aquí.
Analicemos nuestra esperanza; y descubriremos que nuestra alegría conlleva también una tribulación que contiene el desafío más temible a la esperanza, que es el dolor. Y, dolor hay tanto en el mundo que no tiene sentido detenerse a hacer una lista que sería tan larga de no terminar; ya que al nuestro se suma al del mundo entero que nos llega a raudales en este mundo globalizado e interconectado por la informática.
Entonces, ¿qué podemos decir en favor de la esperanza?
Nada que no hayan dicho sus discípulos anteriormente: "Cristo venció el pecado y la muerte haciendo que el dolor, el sufrimiento, no sean la última palabra". Hay una mayor, que es vida, es alegría, es resurrección. Y lo comprobamos en el momento que después del viernes de pasión, está el domingo de resurrección. Ya decía San Pablo "que si esperamos de Cristo algo, solo en esta vida seríamos los seres más dignos de lástima" (1 Cor. 15, 19). Pero seríamos dignos de lástima también si esperáramos en Él solo para la vida eterna. Y éste, es nuestro secreto, que su resurrección nos ayude en esta convulsionada existencia terrena a vivir en la alegría, haciendo vivir esta alegría a nuestros hermanos.
"Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber". "Cada vez que lo hiciste con el más pequeño de tus hermanos lo hacías conmigo" (Mt. 25. 31ss). Y, así podremos quitar esa pesada piedra que a nosotros nos oprime y tener cada uno la experiencia de un Jesús Vivo, Resucitado, testimoniarlo y anunciarlo a nuestros hermanos. "Serán mis testigos" fue la consigna de Jesús a sus discípulos el día posterior a la Pascua. Es la tarea más bella del creyente en el mundo, que debajo de su fachada de desenfado y euforia por su progreso, esconde su rostro de frustración y tristeza del que perdió la esperanza y vive sin mañana, ni expectativas verdaderas. La droga y la violencia son los síntomas más patentes de esta falta de esperanza.
¡Felices Pascuas para todos!
Padre Diego Daniel Navarro, Parroquia de Guadalupe
