Alejandro Sabella no sólo entró en la historia grande de la Copa Libertadores de América y en el Olimpo de Estudiantes de La Plata, también entró en el Guinness dorado del fútbol: ¿qué decir de un hombre que recién a los 54 años se decidió a liderar un plantel profesional?

Y qué decir de un hombre que en exactamente cuatro meses hizo de su debut una extraordinaria escalada que el miércoles pasado, en el legendario Mineirao, grabó a fuego la abstracta pero constante y crepitante mística pincharrata.

Es rara la vida, y como parte de la vida es raro el fútbol.

Durante casi dos décadas Sabella había priorizado su amistad con Daniel Passarella y había transitado, sin cuestionamientos, de forma apacible, su condición de ayudante de campo.

Calificado, sí, pero ayudante de campo al fin, ajeno al trazo grueso de la estrategia, de la palabra última y definitiva, de todo eso que para bien o para mal atañe a un conductor grupal.

Y de un día para el otro, sellada la repentina salida de Leonardo Astrada, fue el club que concibe como su segundo hogar el que lo convocó para refundar un plantel en vías de disgregación, declinante en sus niveles de confianza y sumergida en un llamativo pozo futbolístico.

Urge recordar que cuando Sabella dio su primer gran paso como director técnico, Estudiantes marchaba último en el Torneo Clausura y estaba a un paso de quedar eliminado de la fase de grupos de la Libertadores.

Lo que vino después es historia más o menos conocida: primero suturó las heridas del grupo, luego perfiló un equipo compacto, solidario, juramentado, y los buenos resultados fueron potenciando su propia agudeza y las destrezas del conjunto y de cada uno de los jugadores.