Buenos Aires.- Aquel 29 de julio de 1966 cambió el país. Hace cincuenta años, a las diez de la noche, la flamante dictadura del general Juan Carlos Onganía intervino las universidades argentinas y cargó, a palos y a gases, contra la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, que funcionaba donde hoy se alza la Manzana de las Luces. Los profesores y alumnos fueron apaleados, golpeados, gaseados y vejados, sometidos en el patio central de la Facultad a un simulacro de fusilamiento y detenidos.
El resultado de aquel ataque fue la renuncia en masa de más de mil quinientos docentes de la Universidad y la mayor emigración de científicos del país. Y los largos palos de madera basta que enarbolaron esa noche las fuerzas los que hicieron que ese episodio negro pase a la historia como “La Noche de los Bastones Largos”.
La carga contra la vanguardia científica argentina estuvo en manos de la Guardia de Infantería de la Policía Federal. El jefe de los federales, el general Mario Fonseca, había acordado los detalles de la operación militar con el jefe de la SIDE, general Eduardo Señorans
Un mes antes, Onganía y las fuerzas armadas junto a un numeroso grupo de civiles intelectuales, políticos, integristas católicos, empresarios y economistas, habían derrocado al gobierno del radical Arturo Illia. Había nacido la proclamada “Revolución Argentina”.
En ese momento. Onganía ya había disuelto el Congreso Nacional, destituido la Corte Suprema de Justicia, intervenido las provincias y prohibido toda forma de actividad política. Y el rector interventor de la UBA nombrado por el presidente, Luis Botet, había asumido su cargo con una frase tremenda: “La autoridad está por encima de la ciencia”.
Después llegaría la fatídica noche en la que la Guardia de Infantería entró en la Facultad al grito de “¡Ataquen!”. El decano de Exactas, Rolando García, encaró al policía al mando: “¿Cómo se atreve a cometer este atropello? Todavía soy el decano de esta casa de estudios”. Le partieron la cabeza de un palazo. Igual suerte corrieron varios docentes.
Ahogados por los gases, golpeados por los bastones, rotos a culatazos, estudiantes y profesores pasaron por una doble fila de infantes que replicaron el castigo antes de llevárselos detenidos.
Para agosto de ese año, habían emigrado 174 profesores y científicos a América latina, otros 117 se habían ido a Estados Unidos y Canadá y 27 a Europa. El mismo camino siguieron luego centenares de intelectuales y científicos de todo el país.
