Su vida se desarrolló en los 25 metros cuadrados de un ring. A los 17 años cuando no quiso estudiar ni trabajar en la agricultura como su padre, se dedicó a boxear. El mismo contó que en una charla muy amena su progenitor lo había motivado para que fuera pugilista. “Veo que no tenés ganas de trabajar y te gusta lo del boxeo. Metele tenés mi apoyo”, le dijo su padre.
Hizo 30 peleas como amateur y se retiró después de perder dos veces con Rafael Iglesias (NR: se radicó y falleció hace unos años en San Juan), la última en pelea eliminatoria para representar al país en los Juegos Olímpicos de Londres 1948.
Nacido el 22 de octubre de 1922 en Colonia Silva. De niño caminaba 12 kilómetros de ida y 12 de vuelta para ir a la escuela. ‘La remé desde muy abajo’ le contó a un periodista del Diario El Litoral hace cuatro años cuando su nombre ingresó al Salón de la Fama del boxeo de Los Angeles.
El ring del que se bajó como boxeador en 1948 volvió a albergarlo como protagonista cuando en los primeros años de la troupe de catch de Martin Karadagian, se transformaba en el Enmascarado Rojo. ‘No el Caballero Rojo, el enmascarado’, aclaraba. ‘Ahí aprendí todos los secretos para trabar al rival y luego se los enseñé a mis pupilos’, confió.
Después, a fines de los años ‘50 se dedicó a enseñar boxeo. Tuvo muchos púgiles, pero sin duda, como el mismo lo afirma, el mejor de todos fue Carlos Monzón.
“Cuando me peleé con Lectoure (Tito, el propietario del Luna Park) y tuve que irme a los Estados Unidos, haber sido el entrenador de Monzón me abrió todas las puertas”.
Grandote, con pinta de duro, pero muy sensible, atento y respetuoso, Don Amilcar, dejó enseñanzas hasta el día de su muerte. Alguna vez le preguntaron si no pensaba que el boxeo tendía a desaparecer. Y el, con su voz pausada respondió una sentencia. “Lamentablemente, para los detractores, mientras haya pobres el boxeo no morirá”, afirmó. Luego fundamentó su pensamiento con el siguiente ejemplo: “A mi gimnasio llegan chicos desnutridos, con las zapatillas rotas, con hambre de gloria, con ganas de ser campeones del mundo”.
Amilcar Brusa fue el último maestro, con mayúsculas, del boxeo argentino. Un hombre que predicó con el ejemplo y que nunca subestimó a ningún rival, ni siquiera al más pequeño.
