Suelo guardar infinidad de objetos, porque creo que cada uno tiene una historia que nos involucra. He conservado por mucho tiempo cosas inútiles a la vista, pero todas tenían para mí un significado, un tramo de vida; hasta que comprendí que una exageración en ese acopio nos convierte en acumuladores de nimiedades, migajas secas y generalmente muertas. Entonces, un día me paré firme frente a mis debilidades, un sinfín de objetos muertos, desprendimientos exánimes algunos de ellos, cosas prescindibles, y los abandoné (no sin cierto escozor) frente a mi casa. Me pareció ver allí una pira gigantesca de brasas apagadas. Para nuestra sorpresa, al rato nada quedaba en el lugar. Alguien las había necesitado. Entonces uno se da cuenta de la relatividad de las cosas, y de qué modo para otro lo que uno deshecha puede servir a su historia.

Hay objetos de los cuales jamás pienso desprenderme. Esas pequeñas cosas que, al contacto del corazón, delatan un pasado viviente que queremos aprisionar para siempre, mantener en pie, seguir contando su cuento.

En rincones perceptibles están algunos perfumes simples que mi madre, desde su humildad, me acercó en mis cumpleaños. No era suficiente conservar el frasco, conservé un poco del perfume, algo de su espíritu. Llevo siempre conmigo el portafolios que me regalara Alicia, mi suegra, y que se obstina en sobrevivir digno y cordial como era su compañía. Cuando hubo que repartir las objetos que dejan los padres al abandonar el mundo, yo elegí, creo que sin pensarlo mucho, una lapicera Parker con carga de goma (foto), que mi padre utilizaba en su trabajo en el Consejo de Reconstrucción de San Juan. Luego descubrí que había preferido tenerlo cerca de mi pluma.

Los objetos tienen vida. Cargan crónicas, fábulas en las cuales hemos sido protagonistas y sus compañeros o hacedores. Pero no toda historia puede apuntalarnos. En el camino hay cumbres y abismos. Trato de no guardar espinas ni objetos que tengan relación con algún pasado derogado o doliente. La primera guitarra, que hice restaurar y quedó lustrosa como fue su infancia de lirios cuando latía ante nuestros primeros sofocones en un escenario, está en poder una de mis hijas. Cerca, por cierto.

También las fotografías nos prolongan ante el mundo interior. Es bueno repasar sus recovecos iluminados, de cuando en cuando. Es como sacar a la vida a viejos ermitaños, acomodarnos en el patio de antiguos recuerdos, salir a repasar el viento que nos contuvo, refugiarnos en momentos cristalizados en el papel, pero profundamente vivientes en el alma.

Por todo eso, alguna vestimenta que no da más, que se cae a empujones de historia, puede quedar en el placard testimoniando un cumpleaños, una navidad, un beso.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.