No hace mucho escribí en este diario sobre la visita del gran cantor sanjuanino Alberto Podestá y su reciente y memorable actuación en la Plaza Seca: ‘Cuando los bis trataban de quedárselo para esta tierra que (una vez más) había sido ingrata con sus ídolos, dejó alguna frase triste donde aquella ingratitud parecía alojarse; dejó el micrófono compañero, y volvió a sus huesos y sus canas. Cuando las bordonas lo convoquen a la luz y las pajareras, habrá de ser de nuevo el gran cantor que ha derrotado el tiempo y los temores’.

El tiempo hizo lo suyo. Se nos fue Don Alberto. Uno espera que no haya estado entre sus últimos pensamientos la pena por la ingratitud que esta provincia tuvo con él. No puedo decir que ese olvido ha sido del pueblo sanjuanino, pero sí de quienes debieron, desde ámbitos de la cultura, oficial o privada, homenajear como correspondía a uno de los más grandes cantores de tango que ha dado el país.

Si uno advierte que exactamente lo mismo ocurrió con Jorge Durán, considerado por la crítica uno de los diez mejores cantores de tango de todos los tiempos, se angustia por estas conductas recurrentes. Algo similar ocurrió con Remberto Narváez, uno de los compositores e intérpretes más brillantes de la música folklórica. Don Remberto, oriundo de Iglesia, murió prácticamente desolado, postrado con su cuadriplejía y su abandono en una cama de Buenos Aires, allí donde difundió al mundo su obra y su voz incomparable.

San Juan suele expulsar (en el sentido de los injustos olvidos) a sus propios ciudadanos. Tiene la rara costumbre de caer con sus agasajos a la hora de la ausencia. Nada más inoportuno y triste. La ausencia no es el mejor momento para reconocer a aquellos que han dejado alguna huella destacable, que nos han prestigiado o emocionado; la ausencia es sólo una sombra que refleja la luz perdida, un estado emparentado con la pérdida, un escenario donde el agasajado no puede estar, donde sus ojos ni su pecho podrán emocionarse.

El ingrato dicho popular: ‘Para un sanjuanino no hay nada peor que otro sanjuanino’, se erige en estandarte de una dañosa mediocridad, reflejo del desamor a lo propio, un desarraigo moral en la propia casa.

Mucho menos los gobiernos deben desentenderse de estas cosas. Gobernar es estar atento a los hechos trascendentes de los coterráneos, a las versiones que los pueblos dan de su propia conciencia, reconocerse -incluso- en las expresiones culturales y artísticas que la tierra engendra, porque desde ese sitio es desde donde mejor se divulga el espíritu de los pueblos. Una provincia, una región, seguramente han de ser identificadas en el mundo por sus embajadores, los ciudadanos que se han destacado por su obra. Más allá de eso, todo pasa, todo se olvida.