”Era como un chiste, una broma, un pasatiempo de esa gente”, dijo María Cristina Anglada al relatar la violación de la que fue objeto por un grupo de 4 ó 5 hombres en lo que cree que era el RIM 22, por los movimientos de tropas que escuchaba. Además, después de ese brutal hecho, pudo ver las botas y el pantalón verde típico de los militares cuando después alguien le levantó la capucha y le convidó un mate cocido.
Con firmeza, a menos de 5 metros de los acusados de ser los responsables de aberrantes delitos durante la dictadura, Anglada hizo ayer uno de los relatos más fuertes de este megajuicio, que empezó el 7 de noviembre del 2011.
Después del brutal ataque, en el que ni siquiera pudo defenderse, contó que “me lavaron, me pusieron un camisón y a los pocos días me llevaron al Penal de Chimbas”.
Después vendrían los interrogatorios, siempre encapuchada y con las manos atadas a su espalda, en los que le preguntaban “si pertenecía a alguna organización”.
“Querían saber de mis vínculos con el exterior, quiénes eran mis contactos y qué hice con los dólares”, dijo.
Eran sesiones en las que había insultos, golpes “y me martillaban un arma en la cabeza como si me fueran a matar”.
Después de la odisea y cuando la dejaron en libertad, se marchó a Buenos Aires y después tuvo que escapar a Paraguay, donde fue refugiada política, porque su vida corría peligro.
“Después de todo lo que me pasó, me quería morir”, contó la mujer y hasta tuvo que recibir tratamiento psiquiátrico durante varios años para poder continuar con su vida.