Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos" (Mc 9,2-10).
La transfiguración es la experiencia fundamental de la vida de Jesús. Es una iluminación interior tan fuerte que "transforma" su mismo cuerpo en sol y luz. Es el anticipo de aquello que nosotros seremos en la vida del cielo. Al aparecerse tal como lo señala el evangelio de hoy, nos viene a consolar para que pensemos, que más allá de las cruces y del dolor frecuente, nos espera la experiencia de contemplar una belleza que trasciende cualquier herida o sufrimiento. Por eso es que quisiéramos reflexionar respecto a la importancia de la belleza. Nos toca vivir en un mundo donde la verdad se ha resentido, de modo especial en estos últimos decenios, a causa de la instrumentalización de las ideologías, de la sumisión a la dictadura del relativismo y al escepticismo del contexto cultural. Aún resuenan en nuestra memoria las palabras del decano del Sacro Colegio, el cardenal Ratzinger, en la homilía de la misa "pro eligendo Romano Pontifice", el 18 de abril de 2005: "¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios! ¡cuántas corrientes ideológicas! ¡cuántas modas de pensamiento!…Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que induce al error (cf. Ef 4,14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo, mientras que el relativismo, es decir, dejarse "llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina", parece ser la única adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos".
Al mismo tiempo, la bondad se ha resentido y se ha visto como "horizontalizada", reducida con frecuencia a mero acto social en medio del activismo y del secularismo dominantes. La verdad, la bondad, la belleza. Sabemos bien que la belleza, como la perciben y creen traducirla muchos de nuestros contemporáneos, no deja de plantear preguntas. A menudo nos hallamos ante fenómenos de auténtica decadencia, en los que el arte y la cultura pierden toda medida y se transforman en lúgubres himnos a la fealdad. Sin quererlo, nos hallamos inmersos en una cultura del esteticismo, de la pura apariencia, que empuja a nuestros contemporáneos a engañarse creyendo hallar en la belleza efímera y aparente la razón de su existencia. La belleza se considera un fin en sí mismo, como la verdad o el bien. Nuestras sociedades, en las que dominan prepotentemente los mensajes de la publicidad, producen cánones falsificados de una belleza provocativa, cuyo objetivo único es suscitar el placer de los sentidos, desatar el deseo de poseer y consumir. El esteticismo rampante y la búsqueda de placer a toda costa, el reino del subjetivismo, la ofuscación de las conciencias y la pérdida de referentes morales son otros tantos obstáculos diseminados sobre la vía que conduce a la contemplación del Dios de amor y de belleza. La belleza que conduce a Él, en cambio, no puede reducirse a un esteticismo efímero, no se deja instrumentalizar ni dominar por los métodos engañosos de la sociedad de consumo. Tiene otro horizonte, una naturaleza diferente; es, como habría dicho Pascal, "de otro orden".
Es la belleza que cautivó el corazón de San Agustín y lo condujo a la conversión. Por eso pudo escribir estos hermosos versos, expresión de un alma transfigurada: "¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que, si no existieran en ti, serían algo inexistente. Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera. Relampagueaste, resplandeciste, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tus perfumes, respiré hondo, y suspiro por ti. Te he paladeado, y me muero de hambre y de sed. Me has tocado, y ardo en deseos de tu paz" (X,27). Que esta sea también nuestra experiencia cuaresmal.
