El hombre, por definición, es mortal desde la concepción. En esa irrebatible realidad de la existencia reconoce que un día va a morir. En sí mismo la muerte resulta un hecho abominable que atenta cruelmente contra el sentido de la vida. En medio de la avidez fluyen definiciones, conceptos y explicaciones de filósofos, religiosos y "expertos" que no han logrado aplacar la incertidumbre humana. Sin embargo, por no saber definir la belleza de la vida, el hombre enfrenta la cruda realidad del horror de la muerte.

Cuando el Estado duerme en su propia ineptitud, la sociedad se siente desvalida. En esa orfandad presiente que el desamparo le roba los sueños, porque el hombre necesita de la certidumbre para transponer el mañana. Quienes conducen el Estado tienen la obligación moral y política de garantizar la certidumbre, que no es otra cosa que un estado de creencia que sugiere al individuo un camino idóneo susceptible de concretar anhelos. Es la viabilidad hacia sus ilusiones, proyectos, esperanzas, perspectivas, todas ellas realidades bellas de la vida que le esperan en un lugar llamado futuro.

A nadie alarma esta visión de las cosas porque puede considerarse como la primaria y común debilidad de los Estados. Casi es fase permanente que conlleva a frustraciones de diversa índole con las que convive fatalmente la criatura de Dios en medio del acostumbramiento. Esta situación el hombre la resiste y aunque le cuesta tolerarla, busca afanosamente abrirse caminos. Lo que no puede soportar es la constante y permanente inseguridad, y mucho menos, la afrenta a la vida.

La muerte por algo, suele conformar de alguna manera al hombre. La muerte por nada, sólo le produce aturdimiento, lo confunde y le colma en miedos. Lo malo es que el miedo camina de la mano de la iniquidad. Dicho de otro modo, camina del lado de quién engendra el mal.

¿Cómo explicar que la criatura privilegiada de la Creación no podrá jamás realizarse en medio de la muerte que acecha su preciosa vida a la vuelta de la esquina? ¿Conoce el gobernante el significado de vivir en torno a rejas "protectoras" que afean dimensionalmente la belleza de un hogar? ¿Y del daño psicológico en personas a las que atan y golpean para robarles un celular, cuando no para matarles? Los padres no tienen consuelo al perder un hijo por nada, ni encuentran formas para plantearse el devenir, sintiéndose pecadores si disfrutan alguna prodigalidad con el hijo ausente. El verdadero dolor es vivencia cotidiana por el ser que enfrenta la calle, porque nadie, absolutamente nadie garantiza el regreso a casa.

¿Cómo vivir en un tiempo que le da la espalda a la vida? Los interrogantes afloran por doquier. Las respuestas son signos de silencio y se muestran horrendas en todo lugar. Un enemigo latente de esta guerra desembozada hiere brutalmente nuestra sociedad, cualquiera sea su rango o condición social. Urge imperiosa la decisión política, pero hay dos poderes que deben ponerle los pantalones a sus conciencias. Ellos son el Poder Legislativo que acuna al hacedor de la ley, y el Poder Judicial, donde está el señor juez que aplica la ley positiva, el derecho, en su función jurisdiccional. Esta relación encontrará sostén de la mano de un Código Procesal y Penal extremadamente dinámico, con una movilidad conforme a la realidad imperante.

El dinamismo debe marcarlo las estadísticas que son lastimeras. Un soldado con un sable no puede enfrentar a un tanque porque su arma no es idónea a ese fin. Lo mismo ocurre con el juez cuyo código se colgó en el pasado. Ante la cambiante realidad se transforma en una herramienta carente de idoneidad para su acto jurisdiccional de aplicación del derecho. Ahora bien, nunca escuchamos a un juez quejarse porque su herramienta no es idónea. ¡Increíble! ¡Es legítima pero no es idónea! El juez es quien mejor conoce la realidad de ocurrencia del delito y sabe cuándo la herramienta que le confiere el Estado es idónea o no lo es. No es cuestión técnica sino de sentido común para que modifique la técnica otorgando aptitud a la herramienta.

El sentido y criterio de Justicia que debe primar en el juez son los atributos que le exigen pegar un grito en el cielo porque sabe que aplica la ley pero no satisface el reclamo de justicia de la sociedad que, a pesar de la sentencia, sigue consumida en el signo rojo de la alarma y conmoción. El juez, que conoce la realidad del delito en su jurisdicción y maneja al dedillo estadísticas al respecto, debe exigir al legislador que ponga en sus manos una herramienta idónea, o mejor dicho, una ley que le permita dar en el blanco, como decían los antiguos. La realidad imperante, por ejemplo, descalifica el delito excarcelable, la planilla prontuarial colmada de hechos delictivos con sujetos libres que jamás recompensan su deuda con la sociedad despojada de bienes y de dignidad. Marchamos hacia tiempos tremendos en ese sentido.

Señores legisladores, no le teman a una comisión ad hoc que dinamice el agravamiento o atenuación de la pena en menos que cante un gallo, para que la cazuela no la digiera el inicuo sino la sociedad.