De esto ya he escrito, pero las vivencias siguen dando vueltas en el corazón como insinuaciones de viejas lluvias que no se cansan de darnos vida; entonces, ¿por qué dejarlas perdidas en el recuerdo, si sigue conteniendo para mi lama días hermosos y la conciencia de saber que -mal que nos pese- mucho de lo pasado fue mejor?

Bajamos rápido por Mitre hasta Mendoza. La plaza Veinticinco está que arde. Como podemos, entre rendijas de gente ya mojada y papel picado pisoteado, podemos ubicarnos en tablones de madera de una tribuna que está en la vereda donde entonces -creo- era Dilbas. A lo lejos, como señales de humo que se nos vienen en tropel hasta el alma, retumban tamboriles y platillos caseros de noble lata, que anuncian que el corso se puso en marcha desde el Norte. Un policía orgulloso camina presuroso por el medio de la calle, y de tanto en tanto hace sonar su silbato. Ya dobla una comparsa. ¿Será la de El clavelito o la de Villa del Carril? Poco importa a mis nostalgias quien encabeza un corso que se ha atrevido una vez más a asaltarme desde el ayer con su ramillete de flores siempre frescas. Delante del brillante grupo de seres humanos simples de todas las edades, ataviados de luces, viene Tarzán junto al gorila que se esmera en asustarnos y en el otro costado de la calle el gran boxeador Federico Guerra, disfrazado de un Cantinflas que le sale muy bien. Más atrás, otra comparsa que la gente ya arriesga ha de ganar el primer premio; prolija, numerosa, con un enorme estandarte negro calado de luces, por sobre el autito que porta la batería que ilumina todo el grupo. Luego la murga de los millonarios, chicos de unos cinco a quince años vestidos con trajes hechos con bolsas de arpillera donde antes hubo carbón o granos, tachonados con tapitas de Bidú, Nora o cerveza San Juan.

Uno imagina que si entonces hubiera existido el encantador grupo de la Vecindad del Chavo del Ocho, muchos hubieran querido imitarlos con la mejor murga; historias y magia no le hubieran faltado.

Pasa un camión atiborrado de mascaritas, muchas de ellas vestidas de dominó, gritonas y despreocupadas; una le arrebata de las manos el pomo a mi madre. Únicamente interesa la fiesta y la alegría que sólo el carnaval ha sido capaz de darnos a los sanjuaninos. Las calles se alfombran de albahaca. Mi corazoncito de diez años late emociones azules, rojas y violetas. Se va la noche. Menos mal que mañana esto sigue igual. ¿Que importancia tiene tantos feriados en un país donde la vida es más simple? Chau, Pierrot; chau, viuda alegre; chau, aquella novia bigotuda de enormes pechos.

Años después iríamos a los grandes bailes de La Libanesa, la Casa España, Los Andes, el Barrio Rivadavia, cuando la chaya siestera nos soltara las manos húmedas y el pecho henchido de alegrías. Chau, carnaval. Cierro este cielo apretujado de algunas lágrimas y te pido que no me olvides.