Buenos Aires 10 de febrero.- "Yo era fea." La línea sale limpia, clarísima como un veredicto. Y queda resonando en el aire apretado de este camarín pintado de rojo furioso en los subsuelos del teatro Atlas, en Luro y Corrientes, el vértice de la Mar del Plata de los elencos y la televisión. Victoria Xipolitakis la remarca, por si fuera necesario: fea, dice, apuntalando su propia desventura. El uso del modo imperfecto (era fea) en lugar del perfecto (fui fea) le otorga cierto desplazamiento a la condición: debe haber sido -haberse sentido- fea durante mucho tiempo, un largo de suerte en contra. En ese tiempo tuvo una vida entera de niña disminuida frente a su hermana rubia, canchera. Y luego otra vida más de adolescente esquelética, exasperadamente flaca, que se fuma el bullying de sus compañeros en el Juan Ramón Jiménez. Todo en Lanús Oeste, donde siempre ocurrió la vida del clan Xipolitakis, donde sigue ocurriendo.

Una vedette es, entre otras cosas, un consenso de la belleza, un porte. En la naturaleza misma de su condición constitutiva habita el encanto, y su trabajo es la hipnosis que producen no sus capitales artísticos, sino el fulgor de su mera aparición, la diosa corporizada ahí adelante, a unos metros, tan real sobre el escenario. Nadie obliga a la vedette a saber cantar, bailar, actuar. Porque una vedette, en la figuración del varieté y en la honda tradición del teatro de revista argentino, sólo debe emerger de su propia fragua y rendir a la platea con el hecho bendito de su presencia.

-Y, era un palo, yo. Puro hueso.
-¿Entonces cómo llegaste hasta acá?
-Tuve que hacerme un cuerpo.

Son las 10:30 de la noche. Moria Casán y Carmen Barbieri ya hicieron su stand-up de apertura. José Luis Gioia ya contó el chiste del gangoso que pregunta la hora y Sergio Denis nos puso a todos de pie cantando que va a hacer el amor con alegría. Entonces se abre un círculo negro en el piso del escenario y desde los fondos del teatro, dorada, envuelta en algo que llamaremos un vestido, con un diseño de plumas y canutillos rodeándola arquitectónicamente, Vicky -28 años, la vedette de la temporada- emerge, sube, va subiendo, la sonrisa tallada en la cara, una escultura de sí misma. Se le ve el blanco de las mascarillas que se puso en la dentadura, las lipos, las tetas hechas, el culo hecho, el cuerpo manufacturado por la ciencia cosmética y la cirugía; toda ella resplandece como realizándose. De golpe, un bretel se desacomoda y lo que permanecía apenas oculto se desnuda por completo, coronando la exhibición, el último secreto revelado. El porno inventó a estas mujeres durante los 80. Las escondió en los fondos de los videoclubes, las puso detrás de las bolsitas negras que envolvían las revistas prohibidas. Pero salieron. Ahora son mujeres para toda la familia. Las narrativas del porno se han impuesto y convertido en un consumo regular. A Vicky se le corre el segundo bretel, como diciendo: ya no hay más nada que ocultar.

Cuatro abuelos griegos. Un papá camionero que después arrancó con materiales para la construcción y que terminó siendo un mediano empresario. El joven Xipolitakis se venía a Mar del Plata, porque quería el amor de una señorita también hija de griegos. Cuando lo consiguió, mudó a toda la familia al sur del gran Buenos Aires. Tuvieron tres hijos: Stefania, Nicolás y Victoria. Stefania era la linda.

A los 5 años, Vicky le ponía veneno para ratas a los caramelos y salía a convidarlos en las reuniones familiares. El chiste terminaba en las guardias de los hospitales. Una vez mordió una tortuga con la convicción de que era un alfajor. La tortuga le hizo pis en la boca. Otra vez a una guardia. Durante la adolescencia, las travesuras se volvieron dramas. A los 16, 17 años, Vicky, enterrada en una anorexia que parecía no tener salida, llegó a pesar 35 kilos. Un día dejó de menstruar.

-Me ponían un gel para ver si me venía de vuelta. Pero no, nada.
-No llegás a 35 kilos de un día para el otro.
-No, ya sé. Yo solamente quería ser linda.
-¿Qué hicieron tus viejos?
-Me llevaron a internar varias veces, pero en las clínicas no me tomaban porque tenían miedo de que yo me les muriera ahí adentro.
-¿Qué recordás de aquello?
-No poder levantarme de la cama para vestirme. Intentar el vómito y ver que ya no salía más nada. El horror de tener que comer.
-¿No ingerías absolutamente nada?
-No, sí, pará: tomaba nueve litros de agua por día.

Ella solamente quería ser linda. Y ahora es linda. O se siente linda. O trabaja de linda. La gente paga una entrada de doscientos pesos para verla y Victoria lo vive con cierta buena salud de la revancha. Especialmente, en las cuestiones del amor, o del sexo, o de ambas.

-Antes los tipos no me daban bola, y yo me moría.
-¿Ahora?
-Ahora elijo yo. Y me gusta tenerlos a mis pies.
-¿Disfrutás tu venganza?
-Un poco. Y si le hago lugar a un tipo, tiene que deslomarse por estar conmigo. No se la hago fácil a nadie.
-¿Qué clase de tipos tienen chances con vos?
-Los remadores. Los que dejan todo en el chamuyo. Los sacrificados.
-No suelen ser los más lindos.
-No, ya sé. Hoy, a mi dame un feo.

El tranco que completa la escala de fea, anoréxica, mediática, linda, le organiza su historia, la historia que Vicky Xipolitakis quiere seguir escribiendo. Esa historia llegó a la televisión y, como todas las que tienen sentido, empezó por casualidad.

Hace diez años, Victoria y Stefanía Xipolitakis eran dos hermanitas salidoras con ganas de boludear en los VIPs de la noche y de divertirse, un poco tontamente. Un productor las vio, les reconoció cierto encanto funcional para cierta televisión necesitada y las hizo debutar en Palermo Hollywood Hotel, uno de esos programas formados en la concepción Tinelli de las cosas, con elenco encabezado por Freddy Villarreal, Pachu Peña y Pablo Granados. Nazarena Vélez era la estrella consagrada y las dos hermanitas griegas subidas a su propia torpeza respondían que de la mezcla de azul y el amarillo resultaba un color conocido como Boca Juniors. Risas.

Del primer programa pasaron al segundo, Sin codificar, cuando todavía carreteaba el humor y antes de que Yayo Guridi lo convirtiera en el nuevo Cha Cha Cha. Y después, esa dispersión de la televisión de los móviles, los pisos, las participaciones esporádicas, las obras, las temporadas, las peleas más o menos orquestadas de antemano: trabajar con Waldo, trabajar con Iripino, trabajar con la Tota Santillán. Pero eso, para ellas, no era trabajar.

-Para nosotras era un juego, no nos tomábamos nada de eso en serio.

El dúo se impuso y las Xipolitakis, con el apellido pluralizado, se hicieron una marca del show, el nuevo número. Habían nacido mellicitas en el zoo extendido de la pantalla popular, así que bienvenidas.

Así duraron unos buenos cinco años, pero Stefanía y Victoria son chicas disímiles. Un día la pelea que encaraban juntas contra el resto fue pelea entre ellas. Se facturaron al aire, tan escandalosamente, por amores tramposos. Después se juntaban a reírse de lo que temerariamente se habían dicho.

Pero la separación mediática, en realidad, escondía una separación artística. Stefanía había decidido actuar, bajar el perfil, enredarse menos en el cotillón de la tarde. Vicky, no.

-Con mi hermana nos empezamos a llevar mal. Ella cerraba horarios que a mí no me gustaban. O yo, y ella me reprochaba que quería dormir.
-¿Eso fue lo peor?
-No, lo peor eran todas esas vinchitas de mierda que me tenía que poner. Usar las mismas remeras que ella, vestirme como yo no me quería vestir.
-¿Y por qué?
-Eso me preguntaba yo: por qué. Si a mí siempre me gustó más el putón patrio.

Vicky le dice a Maria Eugenia Ritó que guarda, que se cuide. La Ritó la acusa de no saber caminar con tacos. Vicky le responde que sobre sus tacos ella se apunaría. Mónica Farro le dice a Vicky que es una vedette de descarte. Vicky le responde: desangelada, insulsa, culo y tetas tenemos todas, pero vos es lo único que tenés. Andrea Ghidone le pide que aprenda a hacer algo sobre el escenario. Antes que Vicky le responda, asoma Moria Casán, su madrina artística, y le responde a lo que ella llama Andrea GILone, Andrea YIRone. Para talar tu reputación, Moria no necesita decir mucho más.

Por su parte, hace tiempo que Stefanía se bajó del ring. Ahora comparte cartel con su hermana, más abajo, desde ya. En Brillantísima, la obra que las tiene en cartel en este teatro de calle Luro, Stefanía es actriz. Vicky, vedette. Esa separación fue la que las hermanitas empezaron a necesitar. Todavía están cerca, aunque ya no juntas. En diez años, Stefi tal vez termine en una del Bafici, pero Vicky seguirá disparando su munición massmediática desde un móvil en la costa.

El camarín está pintado de rojo porque así es como las vedettes conjuran la envidia. Alguien golpea la puerta. Vicky pregunta quién es. Alguien abre tímidamente. Después asoma la cabeza de Tristán, 75 años, una leyenda de la picaresca argentina. Se produce un diálogo entre el capocómico legendario y la joven vedette que encabeza el cartel:

Tristán: ¿Me prestás un cagador para el celular?
Xipolitakis: No sé si tengo. ¿Viste que te nombré en la tele?
Tristán: Sí, vi.
Xipolitakis: Porque después me retás que no te nombro.
Tristán: Y, querida, si nombrás a Carmen, nombrás a Moria y al resto lo metés en la categoría "otros".
Xipolitakis: ¡¿Qué?!
Tristán: ¿A vos te gustaría que te pongan en "otros"?
Xipolitakis: Pero te estoy diciendo que te nombré.
Tristán: Ta bien, después hablamos.

La leyenda se va. Vicky se queda mirándome. Quiere saber si entendió lo que yo entendí. Que ella lo nombró, que cumplió con su solidaridad de compañera de elenco y que una figura que arrancó en 1960 por Canal 13 con Telecómicos, que trabajó con Olmedo, Porcel, Susana, Altavista y Calabró no tendrá nada que reprocharle. Así las cosas en las cocinas criollas del espectáculo.

En la última escena, Vicky se instala. Es cierto, sus cuadros no son perfectos, y conserva algo de la torpeza que la consolidó en la fauna de los medios. Que haya roto un taco en diciembre bajando una escalera la puso frente al gatillo fácil de sus competidoras. Sin embargo, eso mismo pareciera ser su argumento y en eso mismo pereciera consistir su seducción: en presentarse como una vedette paródica en un momento de la historia donde la parodia se lleva todos los discursos. No es vedette a pesar de sus torpezas, sino gracias a ella. Y lo que vende no es belleza, sino la convicción personal de haber logrado una.

Nélida Roca, la Venus de la calle Corrientes, medía 1,65, pero bajando las escaleras crecía lo que nadie más podía crecer. A eso le sumaba la venta de una vida secreta. Hablaba poco y destilaba un silencio macizo. Por eso la clase media argentina pagaba una entrada para ir a verla: para descubrirla. Xipolitakis, en trance de vedette pura, vende el reverso de aquella clandestinidad, su propia sobre-exposición: nada más que ocultar. Y entonces, pagan la entrada para ver cómo se le dobla un taco.

Cuando la obra termina, cuando todos ya lo hemos visto todo, comienza otra escenificación: mismo público, mismos artistas, otro lugar. En la puerta del teatro, todos se amuchan para saludar a las estrellas, que hasta hace un rato estaban actuando para nosotros. El cuadro se invierte, ahora actuamos todos nosotros para ellos: sale Sergio Denis. Veintisiete minutos de fotos y autógrafos después, se sube a un taxi y se va. Sale Moria entre custodios: dieciocho segundos hasta el auto que la está esperando. Un saludito mano arriba y eso será todo. Sale Carmen, y sale igual. Sale Stefanía Xipolitakis. Foto, foto, una foto más. Gracias chicos. Gracias a todos. Se va. Sale Vicky. Y todos nos quedamos una hora y media más acá, aguantando el viento frío que viene de la playa y sube hacia la terminal, esperando verla. Se abre la puerta. Asoma el rubio estallado de su pelo que la termina de dibujar como primera vedette. Asoma Victoria Xipolitakis, ex fea. Una foto, Vicky. Por favor.