No podía ser de otra manera, a lo Diego, pasional, fanática, visceral, ardiente, vehemente, impulsiva, irresistible, eso y mucho más fue la despedida de la deidad del fútbol mundial. Una verdadera marea humana invadió la Plaza de Mayo y los alrededores con el deseo de darle el último adiós a un héroe que traspasó deportividad y camisetas: Diego Armando Maradona.

Se respiraba dolor y congoja, pero también orgullo y patriotismo. Se observaba una miscelánea indescriptible de camisetas de los puntos más recónditos del mundo, desde la del Rayo Vallecano o la de Chaco For Ever, como la de fanáticos de River y Boca fundidos en abrazos (ver página 39). Todo eso se entreveraba con cánticos victoriosos o de guerra (a los ingleses o brasileños) y de ahí, sin pausa se retornaba a las lágrimas, para luego volver a entonar el himno y los aplausos. Así era la montaña rusa que se vivía en ese escenario dramático y casi surrealista en el mediodía del jueves en la Capital Federal. Desde la madrugada, comenzó a llegar el grueso de la multitud al microcentro porteño sabiendo que sería velado en la Casa Rosada. El retén que se colocó en Avenida 9 de Julio para que desde ahí comenzara la fila de ingreso por Avenida de Mayo avizoraba que se esperaba un millón de personas. Pero para el hombre que hizo vibrar a regiones enteras ese número parecía corto. Ya pasadas las 10 horas, había más de una docena de cuadras, varias sobre la misma 9 de Julio. En el comienzo de ese recorrido, se podía ver la máxima definición del término pueblo. Adultos, adolescentes, jóvenes, ancianos, niños, de todas las edades, los géneros, los estratos sociales, ideologías, latitudes, nativos, extranjeros, solitarios, en grupos, a pie, en bicicleta, en muletas, silla de ruedas, etc.

Máxima tensión. Los fanáticos arremetieron contra el vallado en Casa Rosada e incluso entraron a la misma. Luego, tras la represión, todo se controló.

Desde los futboleros enfundados en banderas hasta los oficinistas con saco y corbata. Algunos organizados, se llevaron conservadoras y gorras para atenuar el sol; otros espontáneos, en ojotas y con lo que tenían puesto, se acercaron para llegar lo antes posible para sumarse a una cola "interminable". A cada paso, a la vera de las vallas dispuestas, aparecían los vendedores ambulantes, esos humildes trabajadores que agradecían tantas alegrías "del 10". Y que hasta en su muerte les iba a dar un mano, "para parar la olla". Ofrecían los sandwiches de salame y queso, chipá, gaseosas y los infaltables choris. Claro que también estaban los que vendían banderas, gorros, camisetas, pósters, barbijos, etc. A medida que se avanzaba en la plaza la ansiedad era mayor, se sentía. Ya cerca de la reja de entrada se apreciaba lo que era el final de un largo peregrinaje, de muchas horas, de muchos kilómetros, seguramente hubo alguno de provincias cercanas que llegaron. En ese lugar se les facilitaba el paso a madres que cargaban bebés de apenas meses, ancianos que con dificultad se sostenían en pie, personas en silla de rueda o movilidad reducida. Cuando estaban a punto de ingresar a la Rosada muchos se quebraban ahí, era inminente que pasarían frente al féretro de ese mito que ya existía hace mucho pero que su corazón ya no latía. Corrían lágrimas por sus mejillas y agradecían "al Diego". Pero pasado el mediodía, esa ansiedad se hizo insoportable, la fila en vez de achicarse cada vez se alargaba más. El desenfreno llevó a un desbande, incontrolable para la policía, en esa corrida llegaron los atropellos, los empujones, el amontonamiento, los robos, las caídas, el gas pimienta y se cortó definitivamente el paso.

Siguieron las detenciones, los abucheos, los cánticos, los ruegos, pero como las posturas de Diego, ya no había vuelta atrás y su familia decidió dar por terminado el velatorio. Pasadas las cuatro de la tarde, cuando el sol más pegaba y seguían los cánticos y los fuegos artificiales, los restos del ídolo fueron sacados por una puerta lateral del Palacio Presidencial. En una comitiva muy íntima fueron trasladados y sepultados en el cementerio de Bella Vista, junto a sus padres. Su despedida popular fue un fiel reflejo de su vida, pasional y controvertida, como el pueblo al que hizo feliz.