Sabido es que la actividad pugilística, denostada por muchos y defendida por otros tantos, se nutre de gente de escasos recursos que busca -a los golpes- hacerse un espacio en una sociedad más justa.

Ser boxeador supone regirse por una disciplina de preparación que obliga a grandes esfuerzos físicos para subir al ring en condiciones favorables a su propósito que es ganar una pelea.

Ahora bien. Dentro del boxeo hay una norma en la que cualquier campeón que no guarde fuera del cuadrilátero una conducta acorde, ergo, sin problemas judiciales de cualquier tipo, es desposeído de su título. En pocas palabras: No hay que ser, sino también parecer.

¿Y en la política que? Porque allí no llega gente, que en su mayoría sea iletrada. Hombres y mujeres a los que la vida los obligó a pelearla diariamente exponiendo su físico. Muchos, arriban desde la comodidad de listas sábanas y se mantienen durante años, demostrando una cintura superior a la de Nicolino Locche. Basta con observar algunos nombres y uno se dará cuenta que por pertenecer a un partido, varios están becados desde que se reinstauró la democracia.

En los últimos años han sido notorios y públicos los escándalos de funcionarios golpeadores y con títulos inventados. Esos señores que, por su investidura deben ser ejemplos de conducta, siguen dentro de un ambiente cuyo silencio los protege.

Ya que estas personas en cuestión no tienen la vergüenza y dignidad necesaria para renunciar a sus cómodos puestos de trabajo, sería bueno que desde un poder superior se los desposeyera de sus títulos. Cómo en el boxeo, ¿vio? Considerado una actividad brutal, pero mucho más noble, que esta otra donde da lo mismo ser sabio que chorro, Maquiavelo o estafador.