“Arquerito, arquerazo”, así comenzaba una de las nota de la revista El Gráfico que hacía referencia al partido con el que San Juan se consagró campeón de la Copa Beccar Varela en 1956. Por muchos años cuando se daba la formación de la selección sanjuanina el hincha sabía de memoria que los cronistas radiales dirían: “con el 1, Mallea”.
El enorme y generoso corazón de Rogelio Mallea dejó de latir alrededor de las 20 del domingo y sus restos fueron inhumados ayer por la tarde ante una importante cantidad de público. Era un hombre que vivió 85 años aferrado a sus dos pasiones: el fútbol y la amistad. Rogelio, nacido en Caucete el 8 de agosto de 1929, fue jugador de fútbol por elección y arquero por casualidad. Tenía 12 años cuando en un partido de equipos de barrio, faltaba quien se pusiera bajo los tres palos y él, que jugaba en el mediocampo aceptó el reto ante la amenaza de que “si no jugás al arco, no jugás”. “Eran épocas en que no había cambios y yo quería jugar”, contó en alguna de las tantas charlas que tuvo con el cronista.
En ese partido atajó todo. Su equipo ganó y sus compañeros “lo levantaron en andas y sus rivales lo aplaudían”, contó alguna vez su gran amigo, también fallecido este año, José Suárez.
Estuvo a punto de firmar con Peñarol, pero el día que fue a la Liga no tenía la partida de nacimiento. La consiguió a escondidas de su madre -”no quería que yo jugara al fútbol”-, la astucia de un dirigente verdinegro y sus ganas de jugar en San Martín motivaron que firmara para la entidad de la que luego sería un emblema. Medía 1.72 metros de estatura, por eso aquello de “Arquerito”, pero tenía elásticos en sus piernas, un dominio del área y una personalidad tremenda. Por eso aquello de “arquerazo”.
En 1966 jugó en Peñarol y en los años ‘67 y 68 lo hizo en Desamparados. Volvió a San Martín para retirarse en 1972, por entonces el arco verdinegro lo ocupaba Francisco “Pancho” Velázquez.
Dejó del fútbol como jugador, pero siguió ligado a él como maestro. Junto a un bisoño Juan José Chica fundó la escuela de San Martín. Allí formó jugadores y hombres de bien a los que siempre les inculcó, “el respeto por los rivales”.
El corazón de Don Rogelio se paró, pero su ejemplo late vigorosamente en la memoria de la gente del fútbol que lo idolatró.