Boca-River, River-Boca. Todo dicho. Un partido aparte para todos y por todo. Aunque se juegue por nada, aunque el presente no tenga futuro, clásico es clásico y en el fútbol de esta parte del mundo, cuando se topan todo puede pasar. Que uno llegue en ganador, que el otro venga lleno de dudas poco importa. Los clásicos se ganan y como sea.

Boca, este Boca ciclotímico que es capaz de entusiasmar a su gente con momentos de lucidez y que también es capaz de llevar a su mundo al terreno de las desilusiones en una misma dosis, acomodó sus cargas a la hora indicada y en el momento exacto. Con Palermo afilado nuevamente, con Riquelme "felí", el equipo de Falcioni asoma como el favorito para hacerse dueño del clásico que salvará el año para los dos grandes del país. Pero lejos de ese optimismo, hay que reparar en un dato: la localía. En este Clausura, los visitantes sacaron ventajas de las urgencias locales y en Boca todo está tan presionado que River tiene una carta más para poder emparejar la historia.

Y River, el River que un día es Gardel y al otro un cartonero por los vaivenes del promedio, se quebró en el momento menos indicado. En un partido clave contra un rival directo por la permanencia, falló. Y no es un dato menor. Está más que condicionado por el promedio y tanto de local como de visitante, no se puede dar el lujo de especular. Tiene que salir a jugar igual en todos lados. Eso, en La Bombonera, puede ser suicida pero otra no le queda.

El superclásico, aunque devaluado y todo por el presente de sus protagonistas, tiene condimentos como para entusiasmar al que sea. Boca y River saben que salvan el año ganando el partido que todos esperan en cada semestre. Mal o bien, brillando o a los ponchazos, a los clásicos no se los juega. A los clásicos se los gana.