El miércoles pasado, Kevin Alexander Borquez había estado todo el almuerzo repitiendo unas adivinanzas que debía decir al micrófono en la fiesta del 25 de mayo en su escuela. Como buen niño estrella que era, sobre él recaía la responsabilidad de poner la cara en los actos.
Así como cuando le había leído la poesía al gobernador Gioja, delante de todo el mundo, cuando inauguraron ese edificio en Chimbas. Kevin se tomaba muy en serio esas cosas. Entrecerraba sus ojos oscuros y enormes, mascullaba la rima y practicaba. Todo lo que pudiera aumentar su 8,95 de promedio venía bien para pelear por uno de sus sueños más firmes: ser abanderado.
Pero el sueño se transformaría en la peor de las pesadillas. Horas más tarde, mientras jugaba a la pelota en la vereda y les repetía cada tanto las adivinanzas a sus amigos, el niño de 9 años caía muerto de un balazo en la cabeza.
Lo que siguió a partir de ahí es historia conocida. Y lo indescriptible ahora es la mirada oblicua y apagada de su madre, con los ojos enrojecidos, la piel irritada bajo la nariz. ‘Kevin era un ángel -decía ayer la joven de 24 años, Bárbara Borquez-. Era tan bueno en todo. Estaba empecinado con que quería ir a catequesis, pero no lo dejaban porque era muy chiquito. Le dijeron que esperara hasta los 12 años para ir‘.
Bárbara se había refugiado en el dormitorio de Kevin, ahora dado vuelta, con las camas de pie y la mesa, las sillas y la heladera haciendo un laberinto en esa pieza de 3×3: había amontonado allí los muebles para que cupiera el pequeño ataúd blanco en el comedor, donde estaban velando a su hijo. Del Kevin alegre y sonriente de las fotos quedaba el cuerpito apagado, los ojos toscamente ceñidos con un cintex, las zapatillas sin poner, a los pies del cajón. Al mediodía todavía no podían tocar el cuerpo, por orden judicial. Pero los amigos de la Villa Paula igual habían sorteado el mandato del juez y habían puesto sobre el pecho del niño muerto una camiseta de River. Kevin era fanático. Y los demás lo adoraban.
Mientras los familiares tocaban ayer las manitos del niño, en el comedor diminuto flanqueado por cuatro coronas y dominado por un ramo de flores plásticas, la madre revolvía un cajón en el dormitorio. ‘Él me hacía muchos dibujos, y yo los iba guardando -contaba-. No encuentro… -decía, y un sollozo le cortaba la oración-. Mire esta carita: la hizo para mí‘, dijo al final, señalando un rostro dibujado con tiza marrón sobre el revoque sin pintar de la pared. De vuelta sobre el cajón, sacó unas medallas de Kevin, sus fotos de más chiquito, y una foto antes hermosa y ahora terrible del chico disfrazado de ángel.
‘Siempre hablaba como si fuera un niño grande, era tan maduro, tan hombrecito -contó Bárbara-. Cuando me veía desarreglada, me decía que me cambiara el pantalón, que no saliera así. Me cuidaba mucho. Los cuidaba a sus hermanitos‘. Kevin era el mayor. El siguiente, Brian, ayer se negó a mirar el cadáver de su hermano y se fue a la casa de la abuela. Su madre había decidido irse también anoche mismo, con sus tres hijos restantes, a lo de su hermana.
‘No puedo, no puedo estar acá‘, repetía, llorando contra la puerta de la pieza del chico y de a ratos revolviendo todo, buscando sin saber qué.
Entre las fotos del cajón asomaba la de la Promesa de Lealtad a la Bandera que Kevin hizo el año pasado. Estaba reluciente, con la banda argentina cruzándolo de punta a punta. Al chico le gustaba saberse prolijo, asumir ese rol de niño maduro por la ausencia de su padre. ‘Siempre hacía las cosas de la casa, nunca ponía un pero para nada. Ayudaba a limpiar, me ayudaba con todo.
Era como el hombrecito de la casa‘, revelaba la madre. Su cuñada, tía de Kevin, dijo que al chico le encantaban las cosas rectas, nada oscuro. ‘Siempre decía que en cuanto cumpliera los doce años se iba a inscribir en Gendarmería Infantil‘, contó. ‘Sí -agregó entonces Bárbara-, era muy bueno. Veía muchos noticieros, y cuando pasaban algo de algún problema judicial, él decía que los abogados deberían estar para solucionar los problemas entre los padres, y no para sacar a los ladrones de la cárcel‘.
Kevin era también un loco del fútbol. A veces llegaba de la escuela y quería irse a jugar ahí nomás, sin comer. A las picaditas en la vereda o en la cancha de la villa solía ir con su compinche Marcelo, un flaquito de 11 años que aparenta mucho menos y al que ser Xeneize de alma no le impedía en absoluto autodenominarse ‘el mejor amigo de Kevin‘. ‘Cuando íbamos a la cancha -contaba ayer- escribíamos los nombres nuestros con pintura en la vereda. Estábamos siempre juntos. El era muy bueno, nunca fue atrevido‘.
Era esmerado, responsable, educado. El profe Ricardo, su maestro de Cuarto, lo consideraba un favorito: le hizo una foto arriando la bandera de la escuela y con eso armó un mural que le regaló, y que hizo que su madre reventara de orgullo. Pero ayer, mirar esa foto sólo le traía dolor a Bárbara, quien apenas dejaba salir una frase: ‘Lo peor de todo es que a la hija de p… que me lo mató, le van a dar cinco años en la cárcel y va a salir otra vez. ¿Y mi Kevin? ¿quién me lo devuelve?‘.

