Es una historia complicada la de Rosa Viviana Bravo. Madre de tres hijos y un pasado ligado a la prostitución, sus pasos se torcieron hacia el delito el 3 de junio de 2005, día en que hallaron a su cuarto hijo, recién nacido, descuartizado en un baldío de Santa Lucía. Pronto se supo que el niño había completado su gestación, que respiró y que enseguida lo asfixiaron antes de envolverlo en un trapo, meterlo en una bolsa y tirarlo a la basura. Pronto también supieron que la madre del niño era Bravo, quien quedó presa hasta que el 3 de mayo de 2007 fue condenada a 15 años de cárcel. Sin embargo en la prisión continuarían los problemas, porque allí quedó embarazada y abortó. Y aunque negó de plano su vinculación con ese hecho, pruebas como el ADN la complicaron y ahora el fiscal de Instrucción Daniel Guillén, pide que vaya a juicio acusada como autora del delito de aborto, dijeron fuentes judiciales.

Había recibido una pena atenuada Rosa Bravo en mayo de 2007 cuando mató a su hijo. Fue así, porque el tribunal hizo lugar al planteo del fiscal de que cabía hacer esa rebaja excepcional de penal (correspondía perpetua) por las duras y difíciles circunstancias de vida de la mujer que -dijo- había sido maltratada por su padre y resolvió vivir de la prostitución cuando tenía 19 años. Aquella vez, durante el juicio, la mujer negó haber dado muerte al niño y dijo que lo arrojó de esa manera al baldío en que lo hallaron porque ni siquiera sabía quién era el padre.

En prisión la conocieron reservada y exigente con sus beneficios carcelarios. Pero las miradas se torcieron en su dirección el 9 de septiembre de 2008, cuando un fétido olor de la cañería de un baño en desuso del pabellón que compartía con otras internadas, reveló que la obstrucción era el feto de una nena de unos 6 meses y medio de gestación, dijeron fuentes judiciales.

Sospecharon de Bravo porque un mes antes había sido derivada a un hospital por un cuadro anémico provocado por pérdidas de sangre, aunque ningún testigo en la cárcel dijo haberla visto embarazada. Un ADN, con el 99,999 de probabilidad, terminó siendo una prueba difícil de derribar para la acusada.