¿Tenemos relación comercial o de cualquier otro tipo con Cataluña? Alguna, más bien desde el punto de vista cultural o de viejos catalanes que llegaron aquí como a tantos otros lugares de nuestro querido país. Visto así, lo que ocurra o deje de ocurrir allí podría interesarnos sólo como otro relato exótico más de los que estamos viviendo en nuestro tiempo. Pero no debe ser así.

El personaje del jefe de la Autonomía, Carlés Puigdemont, semeja uno de esos líderes descriptos en algunas de nuestras novelas latinoamericanas con las exageraciones de gestos y palabras propias de caudillos nacionalistas que, cual más cual menos, hemos padecido desde nuestra emancipación. "Independencia en suspenso", un concepto tan ridículo que con suerte pueda ser superado por algunos de los relatos fantásticos de otro "revolucionario", Nicolás Maduro, quien llegó a imaginar a su mentor Hugo Chávez resucitado en un pájaro que le indicaba el camino. Entre nosotros, definiríamos a Carlés Puigdemont con más simpleza, un chanta. Chanta es una palabra a la que no caben sinónimos, una mezcla de vago, fanfarrón, falso, verborrágico pero todo junto.

Eso sí, a los chantas los acompaña una virtud que también es propia de los psicópatas: saber hablar, convencer y hacerse seguir. También son megalómanos, piensan en grande, prometen paraísos fabulosos que, como es lógico, nunca se alcanzan pero cuando los pueblos lo advierten ya es muy tarde y los lamentos son inútiles.

Es lo que pasará a los catalanes. ¿Imaginan ustedes a Francisco Narciso Laprida, Fray Justo Santa María de Oro y a los demás representantes reunidos en Tucumán declarar la independencia "en suspenso" hasta apreciar qué haría el reino de España? Como dice Borges "juraron ser lo que ignoraban, argentinos, de ser lo que serían por el sólo hecho de haber jurado en esa vieja casa".

Porque la patria, en caso de que eso sea lo que pretenden los catalanes, es un acto perpetuo (volvemos a Borges), no es algo condicional ni sujeto a circunstancias o avatares. ¿Desde cuándo se deja el nacimiento de una patria independiente atado a alguna negociación? ¿Hasta ese punto ha llegado el relativismo del ser humano contemporáneo? Uno podía haber simpatizado con los deseos ingenuos pero naturales y antiguos de cortar lazos con la monarquía o, del otro lado, haber criticado su falta de evaluación de los riesgos a que se sometería el pueblo al tomar una medida tan extrema pero, ¿dejarla en suspenso?

Ese hombre parece atrapado por el mismo maleficio del aprendiz de brujo, aquél cuento musicalizado por Paul Dukas y tan bien animado por Walt Disney en que un joven intenta un conjuro para que baldes y escobas hagan su trabajo de limpieza y, por falta de control, crea tantos baldes y escobas que después se ve acosado por su propia creación.

Puigdemont, un apellido que resonará en la historia como el gran irresponsable que alejó más que nadie a su pueblo de la independencia, ahora fue acorralado por el Jefe de Gobierno de España, Mariano Rajoy, para que mañana a las 10 de Madrid aclare qué es lo que quiso hacer el martes pasado, si declaró o no la independencia.

Otro plazo es el jueves para que, de haberlo hecho, vuelva atrás. Con su impericia alocada ayudó a recuperar la iniciativa a un dirigente que políticamente estaba moribundo. Mientras, sea como fuere el fin de esta historia, ya ha causado daños que no serán reparados por mucho tiempo, una desconfianza profunda del mundo financiero, comercial y hasta turístico, las tres fuentes principales de ingresos de esa pretendida isla que es Cataluña.

Frente a estos hechos nos acosa la pregunta: ¿tenemos algún émulo de este hombre entre nosotros? Sus características, además de las ya descriptas, son el populismo, la demagogia, el nacionalismo exacerbado, el deseo de aislarse del mundo, la disposición a huir hacia adelante y a asociarse por necesidad con perdedores necesitados de aliados.

Nos vienen a la mente el fracasado Movimiento de Países No Alineados que alentó el canciller radical Dante Caputo y las sociedades desafiantes que promovió el ¿justicialista? Héctor Timerman con Venezuela, Irán y Rusia. No se han visto en nuestro país ondear banderas para esta causa ni tampoco defensas o alegatos de dirigentes en proximidad de las elecciones locales de la semana que viene. Es una buena señal de madurez institucional y de realismo en política exterior. Nuestra cancillería, ejercida ahora de un modo profesional evaluando nuestros beneficios o perjuicios antes de apoyar o rechazar posiciones ajenas, también viene actuando con prudencia. Los hechos parecen lejanos y anecdóticos. Cuidado, nada lo es hoy en nuestro mundo.