El rumor de la máquina cesó repentinamente. Aquel infernal bramido que sólo conocen de verdad los que lo viven a diario, pasó a un segundo plano. Por un instante se produjo ese tipo de silencio que inquieta. El mismo que en cualquier mega-producción hollywoodense precede a la catástrofe. En el interior del ómnibus, un par de gendarmes uniformados se detuvo junto al chofer a escuchar lo que decía el locutor de la radio. Por primera vez en mucho tiempo, el resto de los pasajeros enmudeció. No hubo teléfonos celulares ni distracciones de ningún tipo. Los que llevaban barbijo todavía eran minoría. El que no, había improvisado con la bufanda atada hasta la nariz. La voz impostada salió con severidad desde los altavoces del vehículo de transporte público. Hablaba del enemigo.

Fueron no más de cinco frases, atendidas con notoria dedicación por el pasaje. Afuera de las ventanillas cerradas a tope el frío no daba tregua. Y el cielo parecía cerrarse en un nubarrón oscuro. Las viejas moreras deshojadas, huesudas, sacudidas impiadosamente por la brisa helada, no desentonaban en la escena.

Los gendarmes se detuvieron junto al chofer, asidos del gélido pasamano amarillo. Cientos de personas antes que ellos habían pasado por ese mismo lugar. Sin embargo, no había manera de escapar de la trampa. Y ni el más avezado habría obviado cumplir con el ritual que permitía mantenerse en pie: tomarse del maldito caño y su amenaza invisible.

Ese mismo día, por la mañana, de ómnibus a ómnibus un chofer interrogó sorprendido a su colega acerca del barbijo que ahora se interponía entre su humanidad y el resto del mundo. Era una disposición de la empresa para todo su personal, contestó. Cambiaron billetes por monedas entre sí. El semáforo puso luz verde. El hombre quiso poner primera, pero no lo logró en el primer intento. Su titubeo no pasó inadvertido para el resto de la gente a bordo del coche.

Horas más tarde, mientras los gendarmes y los pasajeros del vehículo escuchaban atentamente la voz radial, el chofer de turno demoraba la partida. Fueron eternos segundos de silencio, en ausencia del acelerador.

Terminó. Los uniformados descendieron del ómnibus y los demás siguieron viaje. Volvió el ruido del motor y el traqueteo de las ventanillas. El aire frío colado por las hendijas de burletes gastados.

Aquel día, como muchos otros en adelante, la tierra se detuvo. Un instante, una inmensidad. El enemigo, todavía acecha.