Aunque quiera, esa noche no se borrará nunca. En su madurez, la imagen seguirá grabada con cada maldito detalle, aún aquellos invisibles, esos que se sienten en la piel como el frío y la humedad. Fue la noche que tuvo que dormir en la falda de su madre porque no había camas secas. No había otro lugar seguro mientras la casita brindaba los últimos minutos de cobijo, antes de venirse abajo.

Esa noche del lunes 3 de enero de 2011 no se borrará nunca, aunque quiera. Apenas descripta ínfimamente la escena -a partir del relato de los adultos- tal vez alguien más pueda imaginar que ese recuerdo vivirá muchos años -¿para siempre?- en el chiquito protagonista. Ese niño que mañana seguirá el camino por su cuenta, con la suerte echada desde el momento en que le tocó nacer pobre.

Muchos otros de su generación aprendieron a ver la lluvia a través del vidrio de una ventana cerrada. A lo mejor descubrieron cómo suenan las gotas en el techo de lozas, sin que el asunto pase de una anécdota infantil para narrar en el futuro. Son los pibes de las más de 60 villas de emergencia erradicadas y reubicadas en barrios construidos por el IPV con fondos nacionales.

Los recursos, que por definición son escasos y acotados, no permiten escapar a la discriminación. Unos primero, otros después. Unos sí, otros no. Unos en algún momento, otros no se sabe.

En Capital no quedaron villas de emergencia, como en buena parte del Gran San Juan. Esto no significa que la tarea esté finiquitada. Son 1.037 las familias relevadas en Chimbas, que cada vez que se avecina una tormenta se aprestan para resistir. Al menos un centenar en la Villa Evita, en Albardón. Otro centenar en la Villa San Jorge y aledañas, en San Martín (hay un barrio en construcción, a entregar en unos 7 meses). Un millar bajo amenaza en Caucete. Otro centenar en 9 de Julio, en la Villa Las Cañitas. Este es el saldo que dejaron las tormentas estivales: la realidad.

Están también aquellos que no viven en una villa de emergencia, que pagan un alquiler con inmenso sacrificio y tienen cerradas las puertas al crédito hipotecario por el magro nivel de sus salarios. Se quejan, con justa razón. Se quedan afuera de los planes oficiales.

Aún así, lo urgente queda nítidamente expuesto. No se puede consentir más cicatrices para ningún niño, más allá del poco o mucho esmero puesto por sus padres para salir del rancho y mejorar su calidad de vida. Es allí donde debe hacerse presente el Estado primero. La miseria no admite más demoras.