No existe vacuna que pueda evitarlo. Y si alguien la desarrollara -tal vez haya algún loco haciendo alguna prueba por ahí- es posible que nadie intentara probarla. Es que la enfermedad en cuestión es tan poco molesta para sí mismo que quien la padece rara vez lo percibe. Sin embargo, pone muchas vidas en riesgo. Porque ese estado de ánimo en que no se siente nada, ni afecto, ni apego, ni repugnancia siquiera hacia la otra persona, es tan grave como cualquiera de los males de los que se ocupan las organizaciones mundiales vinculadas al cuidado de la salud. La indiferencia se contagia. Su cura es difícil.

¿Que la indiferencia no es una enfermedad? Claramente, lo es. La tercera acepción de "enfermedad" en el diccionario de la Real Academia Española dice: "anormalidad dañosa en el funcionamiento de una institución, colectividad, etcétera".

La indiferencia daña. Un pequeño test servirá para probar el diagnóstico, un simple juego de imaginación que exponga el problema de una comunidad pequeña en un pueblo alejado. Por ejemplo, cuatro o cinco familias que lleven tres meses sin servicio de telefonía fija en Tudcum, departamento Iglesia. Problema pequeño, pensará el lector: pocas familias, lugar remoto de la geografía provincial, hoy están los celulares que han reemplazado en buena medida a los teléfonos comunes. Habrá decenas de argumentos en esta misma línea.

Tan pequeño podría parecer el ejemplo escogido que, a esta altura del texto, el lector estará cuestionándose haberle dedicado tiempo a esta lectura. Porque cuatro o cinco familias sin teléfono, en un sitio que muchos no conocen ni siquiera por fotografía, resulta poca cosa. Salvo por un detalle, no menor: el ejemplo no es una ficción. Es cierto que hay familias en Tudcum sin el servicio de telefonía desde hace tres meses. Nadie reparó la línea dañada. Nadie reparó en ellos. Es tan sólo un caso, de muchísimos. Y la prueba cabal de una verdadera epidemia.