Todas las parejas pueden tener situaciones de enojo, expresiones poco felices y discusiones, incluso a los gritos. Cuando hay buen amor, alguno pide perdón, el tono baja y se llega a un acuerdo. ¿Pero qué pasa cuando la hostilidad es sutil, cuando el malestar se transmite con gestos o silencios, cuando el problema está latente a lo largo de muchos años, pero nunca se termina de comunicar? Como una gota que cae siempre en el mismo lugar, a la larga la situación recurrente desgasta y el cuerpo pasa factura. Ya sea con gripes reiteradas, problemas gastrointestinales, depresión o incluso enfermedades autoinmunes, el organismo está diciendo “basta” a una situación que viene aguantando hace rato.

Aunque la palabra estrés en el uso coloquial tiene una connotación negativa, lo cierto es que se trata de un mecanismo de respuesta eficaz para defenderse frente a una amenaza. Cuando la amenaza se hace constante, el estrés se vuelve crónico y el sistema se desajusta. El gran tema es que el problema es tan inasible que resulta difícil de resolver.

“La violencia emocional es solapada, el 80% es no verbal y eso es dramático porque no se sabe a ciencia cierta qué es lo que está pasando: por qué no me habla hace una semana o me pone esas caras. Las mujeres son las que más aguantan este tipo de situaciones y son el barómetro de las relaciones. Cuando una pareja anda mal, son ellas las que más se enferman”, dice la psicóloga Patricia Faur, docente de la universidad Favaloro y autora de libros como Estrés conyugal y Amores que matan, entre otros.

Un espectro de cuestiones que va desde lo hormonal a lo cultural lleva a que el conflicto decante, a veces, en ansiedad y depresión. “Como el organismo es un conjunto indisociable, este malestar se refleja en su salud, ya sea en su sistema gastrointestinal, cardiovascular, migrañas, o con infecciones a repetición, o alteraciones endócrinas”, aclara.

Ataque a la identidad

Una vida cotidiana con amenazas solapadas, interpretando caras largas y sarcasmos se torna difícil, asfixia la propia identidad y exige una sobreadaptación que deja en el camino pedacitos de personalidad. “En general, estas cosas les suceden a mujeres vulnerables, inseguras, que han tenido una historia familiar de descuido parental y pueden aguantar esto por años. Suelen tener la sensación de que si terminan esta relación no va a haber otra, que se van a quedar solas, que tal vez estén exagerando… No validan su propia percepción”, dice Faur.

¿Cómo salir de semejante embrollo? Para Faur, lo primero es tomar conciencia y no naturalizar el maltrato. “El amor no se padece, no tiene que ser una tortura cotidiana. Todos los matrimonios discuten y tienen desavenencias, el amor romántico y perfecto existe sólo en la ficción. Un amor sano es tener un compañero en el que se pueda confiar y que se detenga frente al dolor que le puede causar al otro. Si a tu dolor el otro responde con indiferencia o ni siquiera se hace responsable de su parte, el vínculo no está funcionando bien. El desamor enferma, destruye la dignidad y la capacidad de las personas, les mutila la esperanza y progresivamente las transforma en seres insignificantes”.

Está claro que el que tiene el dominio no la pasa tan mal, básicamente porque no tiene miedo. En la situación de sometimiento, el que más sufre es quien más aguanta, porque tolera con tal de no ser abandonado. El doctor en psicología Walter Riso, autor de libros como Enamorados o esclavizados, Amar o depender y Ama y no sufras, advierte que, ante todo, no hay que perder la propia identidad. “Debo ser yo mismo en una relación, pertenecer al otro es sumisión. Hay tres tipos de libertad que no se pueden perder. La primera es la de conciencia, que se trata de pensar, actuar y sentir como se me dé la gana. Si mi pareja me exige que me desenvuelva de determinada manera, entonces no estoy enamorado, estoy esclavizado. Otra de las libertades es la autorrealización: si tengo que sacrificar mi vocación esencial para que el otro esté bien, entonces estoy atrapado. Y el tercer punto es la libertad de asociación: esto es, tener y estar con mis amigos y amigas sin pedir permiso. El amor libre es un amor que no te condiciona, que te deja ser, que funciona sin miedo. Estas tres libertades forman parte de la carta universal de los derechos humanos”.

Si bien son las mujeres las que más sufren el estrés conyugal, los hombres se enferman más después del divorcio. “Las mujeres tienen más capacidad de duelo, incluso suelen hacerlo dentro de la relación y, cuando llega el desenlace, sienten un cierto alivio. En cambio, los hombres caen en la cuenta una vez separados, porque pierden a la confidente que tenían, pierden la casa y la cotideaneidad con los hijos, algo que resulta muy doloroso”, cuenta Faur.

Se trata de una situación difícil, pero no siempre el divorcio es el único camino posible para salir de un vínculo nocivo. Hay parejas que mediante una terapia logran trabajar y meditar juntas sobre el camino recorrido y salir fortalecidas del meollo en que se habían convertido. Respeto, confianza y ternura son los pilares básicos para mantener una relación sana. Pero si se vuelve sobre el mismo patrón que llevó a la enfermedad, habrá que tomar una decisión y afrontar el duelo y la tristeza del fin de una relación. El cuerpo es el límite.

“Mal de amores o salud afectiva”

Walter Riso sostiene que el núcleo duro de toda relación de pareja es el autorrespeto. “Sin él, dejaríamos de ser queribles, quedaríamos a merced del mejor postor y el amor propio se volvería añicos. El apego corrompe, degrada, limita, cansa, desgasta y agota nuestro potencial. Por el contrario, la dignidad libera, el autocontrol ayuda, la autoestima engrandece, la autoeficacia nos vuelve atrevidos, y el realismo afectivo, por más crudo que sea, enseña a perder. Mal de amores o salud afectiva: la elección es nuestra”.