Con la misma energía con que citaba la RAE, soltaba una carcajada en el pasillo o defendía una causa que cualquiera hubiera abandonado mucho antes. Eduardo Soria, para nosotros "Zorrillo", era alguien que siempre, queriendo o no, hacía notar su presencia. Por eso ahora resulta tan inentendible como ridículo tener que reconstruir su imagen, su voz, sus charlas, como una ausencia.

Eduardo falleció ayer, luego de quince días peleando con toda esa fuerza que le brotaba en cada anécdota y en cada discusión, pero en una cama de terapia intensiva por lo grave que lo había dejado una terrible caída en moto. Era el jefe de Corrección de DIARIO DE CUYO. La noticia fue una bomba de hielo en esta Redacción.

Obsesivo, detallista, informado. Inquieto. Una conversación con él sobre el aporte de Andrés Bello a la comprensión del castellano podía virar a una encarnizada dialéctica para enfrentar las reglas versus el sentido común. Más de una vez acusaba "dolor de ojos" cuando se había topado con, por ejemplo, alguna mala conjugación de un verbo impersonal. Pero con ese mismo vigor también era capaz de aceptar otras verdades: escuchaba, reconocía y liberaba, otra vez, vigorosa e inconfundible, esa carcajada que le salía hasta por los ojos.

Como muchos, le tenía demasiado respeto al covid. El maldito coronavirus había segado en noviembre de 2020 la vida de su padre, don Carlos Soria, el hombre del camisaco, el viejo jefe de correctores del Diario que le había heredado la llama a Eduardo. El dolor de esa partida le había dejado la guardia bien alta: el Zorrillo quería vivir, estaba empecinado, todo tesón y firmeza como era él, en llevar los cuidados al extremo. Se convirtió en un adalid de las precauciones y los protocolos anticovid en la Redacción. Pregonó por la vacuna. Y en alguna de esas largas noches de cierres tardíos de la edición, había confesado que no iba a ceder medio milímetro cuidándose a sí mismo y a su familia. Fue cuando más habló de Vale, su esposa, y más historias contó sobre Martina y Stéfano, sus hijos. "Por esas pequeñas cosas vale la pena estar vivo -había deslizado entonces-. No tiene precio".

Su otra pasión era la moto. Esos rugidos iban a la par de su adrenalina. Había recorrido buena parte del país con sus grupos de motoqueros amigos, habían encarado campañas solidarias para llevar algo de humanidad a los rincones más olvidados. También trabajaba y cubría carreras. Y fue en el Panamericano de Ciclismo, acá nomás en San Juan, que tuvo la caída, cubriendo junto a un periodista para ESPN. A eso le siguió la angustia, la esperanza de la familia que esperaba un milagro, y el desenlace que nadie quería. Y que nadie puede creer todavía.