Si la habitación compartida en Rodeo fue motivo de comentario para algún integrante de la comitiva (por la falta de privacidad), con mayor razón merecieron lamentaciones las ásperas condiciones de vida en los 4.000 metros sobre el nivel del mar donde se ubica el campamento de Veladero.
Fue el miércoles 23 de septiembre. El día comenzó temprano en extremo. A las 5 de la madrugada todos los integrantes de la comitiva debían estar fuera de la cabaña, con el equipaje embalado y prestos a abordar el bus que sería el lugar donde más horas pasarían el resto de la jornada, hasta las 23.
Las recomendaciones comenzaron apenas arrancó el vehículo pesado. Ingerir abundante agua, en pequeños sorbos, hasta alcanzar al menos los dos litros. Colocarse las gafas oscuras –provistas por la empresa minera- incluso dentro del bus debido a la radiación ultravioleta en la alta montaña. Cambiarse el calzado “civil” por los borceguíes industriales. Usar el casco protector en todo lugar para protegerse en caso de que vuele una roca, aunque parezca poco probable. Fundamentalmente, ser respetuoso de los horarios: cinco minutos para tomar fotografías en determinado punto jamás podrían ser seis minutos.
Tanto reglamento, cuasi-marcial, fastidió a algunos. “¡Así no se puede trabajar! ¡Si querés, no saco más fotos y listo!”, protestó un fotógrafo de un importante medio de comunicación nacional. “Quiero aclarar que las condiciones de seguridad de la mina son innegociables”, respondió escueto el responsable de coordinar el grupo.
Habían pasado las 7.30 cuando el contingente atravesó el umbral de Tudcum, donde se encuentra la garita de ingreso a Veladero. De ahí en más, restaban 4 horas de ascenso a no más de 40 kilómetros por hora, velocidad máxima permitida para vehículos pesados. La huella minera invitaba a acelerar porque un tratamiento con sales le da aspecto de solidez y sensación de asfalto. Pero es sólo una sensación. Y la alta montaña no perdona las imprudencias, según explicaron los anfitriones.
De ahí en adelante el paisaje mostró un abanico de colores que sólo quien conoce la cordillera puede dimensionar. Grupos de guanacos serenos observaron a la distancia el bus que se desplazaba lento por la inmensidad. “Noten cómo no se espantan, porque aquí nadie los persigue ni los molesta: hemos conseguido aumentar significativamente la población de guanacos”, destacó el guía minero, tratando de convencer a los comunicadores porteños.
La ocasión sirvió para hablar del plan de reimplantación de vegas. Esos “oasis” de pastos duros y agua buena para los animales que crecen en medio de la aridez de la roca, que Barrick se propone recuperar porque desaparecieron 25 hectáreas por el proyecto Veladero. Llevan 20 hectáreas reimplantadas –algunas con mayor éxito que otras- según dijeron los conductores del grupo.
“Están tomando agua, ¿no?”, insistió una geóloga de la compañía a cada instante. El oxígeno empezaba a faltar. En realidad, no hay menos oxígeno en la alta montaña que a nivel del mar, pero cuesta más asimilarlo, por la menor presión atmosférica. Como sea, el impacto en el organismo comenzó a sentirse. Y el preciado gas envasado en tubo inició su ronda entre las butacas del bus, para aliviar la cefalea de los pasajeros.
“¡Yo no sufro más! ¡Pedí oxígeno vos también, ya vas a ver que se te pasa todo! ¿Qué necesidad de sufrir? ¡Pedí oxígeno y listo!”, aconsejó eufórico un periodista a otro, celebrando el efecto de la mascarilla que recién había abandonado.