"Cada niño que nace es un signo de que Dios no se ha cansado de los hombres", con esta frase comienza el padre José Manuel Fernández la reflexión de la Nochebuena y continúa: "A María le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo" (Lc. 2, 6 y Lc. 1, 31). El momento que tanto esperaba Israel durante muchos siglos, el momento más esperado por la humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera del ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo. Así podemos imaginar con cuanta preparación interior y con cuánto amor, esperó María aquella hora.

En Nochebuena "Dios se inclina" y se manifiesta como "Dios con nosotros", pero estas son palabras proféticas. En la noche de Belén, esta palabra ha adquirido un sentido completamente nuevo. El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. "El se inclina": viene abajo, como un niño, precisamente Él, incluso hasta la miseria del establo, símbolo de necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja realmente para quedarse y ser "Dios con nosotros". Se hace un niño y pone en la condición de dependencia total propia de un ser humano recién nacido. El creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo.

El anuncio del nacimiento de aquel niño es desde hace dos mil años la "Buena Nueva" de un inicio posible, más allá de nuestros cansancios y de nuestras renuncias a seguir esperando y amando. Por eso es que Navidad nos desafía a seguir soñando, mezclando nuestros pequeños anhelos con el gran sueño de Dios. Donde se hace necesario el comienzo de algo urgente imprescindible, el nacimiento indicado por una estrella sobre la gruta de Belén, enciende el sueño que empuja a los hombres a insertar el presente de ellos en el mañana divino.

Fue el sueño de Martín Luther King, en aquel fatídico 28 de agosto de 1963 "I have a dream" (Yo tengo un sueño). Se trata del discurso leído por él en las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica marcha sobre Washington y considerado como uno de los mejores discursos de la historia. Es un sueño que habla a los jóvenes de hoy y que podríamos hacerlo nuestro, todos los argentinos. Habla de aquellos que protestan frente a la realidad de la vida, del dolor del sufrimiento, del arrastrar el desaliento en el hoy y la incertidumbre por el mañana.

Yo tengo un sueño, proclama Luther King…

"…Pero hay algo que debo decir a mi gente. Debemos evitar cometer actos injustos en el proceso de obtener un lugar que por derecho nos corresponde. No busquemos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio. Debemos conducir para siempre nuestra lucha por el camino elevado de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra protesta creativa degenere en violencia física. Una y otra vez debemos elevarnos a las majestuosas alturas donde se encuentre la fuerza física con la fuerza del alma. No podemos caminar solos. Y al hablar, debemos hacer la promesa de marchar siempre hacia adelante. No podemos volver atrás. ¡Hoy tengo un sueño! Sueño que algún día los valles serán cumbres, y las colinas y montañas serán llanos, los sitios más escarpados serán nivelados y los torcidos serán enderezados, y la gloria de Dios será revelada, y se unirá todo el género humano. Esta es nuestra esperanza. Con esta fe podremos esculpir, de la montaña de la desesperanza una piedra de esperanza. Con esta fe podremos trasformar el sonido discordante de nuestra nación, en una hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta fe podremos trabajar juntos, rezar juntos, luchar juntos, ir a la cárcel juntos, defender la libertad juntos, sabiendo que algún día seremos libres. Cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: ¡Libres al fin!, ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!

Y finaliza la reflexión con las palabras oportunas del cardenal belga, Leo Joseph Suenens, en el Concilio Vaticano II: "Felices los que sueñan y están dispuestos a pagar el precio más alto para que su sueño se haga realidad en la vida de los hombres…".