Los parientes de Ariel apuntan a la Policía. Y los pesquisas policiales y judiciales a la familia del niño. En el medio, la impunidad. Cuatro años atrás, el 6 de diciembre de 2012, el cadáver putrefacto e irreconocible de Ariel  Tapia (tenía 12 años) aparecía dentro de una vieja heladera en un predio con escombros y cosas viejas situado a sólo 60 metros de su casa en la Villa Angelita, en Santa Lucía. El niño había desaparecido el 1 de diciembre.

La autopsia reveló que le habían dado un golpe en el costado izquierdo de la mandíbula. Y que noqueado, pero aún vivo, fue trasladado hasta esa vieja heladera en la que falleció asfixiado, pues las juntas que le daban hermetismo al aparato no dejaron entrar el aire.


En el primer tramo de la investigación, el juez del caso, Alberto Benito Ortiz, tuvo como sospechosos a los familiares directos del niño e incluso hasta un vecino. Pero la falta de pruebas fue clave para que fueran liberados.


Por lo bajo, los pesquisas judiciales siempre se quejaron de la contaminación de la escena del crimen a manos de la propia Policía. ‘Si había un pequeño rastro o pista, la destrozaron por completo cuando hallaron el cuerpo porque en lugar de vallar la zona todos llegaban a curiosear hasta el lado de la heladera. Si hallaban un cabello podía ser de cualquiera, fue de terror’, dijo un investigador judicial.