Caído el Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, y producida la reunificación alemana, el 3 de octubre de 1990, Helmut Kohl se aseguró de disipar todos los temores que sus vecinos europeos -Holanda, Italia y Polonia- podían tener.

Con respecto a Polonia, se comprometió a respetar las fronteras generadas tras la segunda posguerra: esto es, la línea formada por los ríos Oder y Neisse, renunciando a cualquier reclamo sobre los antiguos territorios de Prusia Oriental.

Pero pronto, los teutones comenzaron a seguir un cierto realismo político en el manejo de los asuntos europeos que respondía estrictamente a sus intereses nacionales. Esto se apreció en el rápido reconocimiento que hicieron de la independencia de Croacia, tras el desmembramiento de la antigua Yugoslavia.

Y es que, el 23 de diciembre de 1991, la ya unificada Alemania se anticipaba a los integrantes de la por entonces Comunidad Económica Europea y reconocía la independencia de Eslovenia y sobre todo de Croacia, que se encontraba en guerra con Serbia y con los enclaves serbios de Krajina y Eslavonia Oriental, que estaban dentro de su territorio.

Esta política de defensa de sus intereses geopolíticos pareció ser activa. Se manifestó en las más que fundadas sospechas de la entrega generosa de armas por parte de Berlín al gobierno croata de Franjo Tudjman. La velocidad en el reconocimiento de la independencia, el rápido rearme de las fuerzas armadas croatas y la proyección alemana hacia los Balcanes y el Mediterráneo Oriental hacen pensar que así fue.

De hecho, generó un revuelo en las cancillerías europeas -y un profundo debate en la sociedad- la creencia que mucho del armamento soviético que equipaba el ejército de la Alemania comunista hubiera terminado en manos croatas, sobre todo porque esto violaba el embargo impuesto por la ONU a los contendientes.

Hasta EEUU, que inauguraba su estatus de única superpotencia, ya que la Unión Soviética había desaparecido el 8 de diciembre de ese año, mediante sus secretarios de Estado, Lawrence Eagleburger primero y Warren Christopher después, condenaban las jugadas alemanas a favor de Croacia.

Paralelamente, Berlín impulsaba el camino hacia una unión política continental. Mostrando su faceta europeísta, Kohl, en una cena ofrecida la noche previa a la reunificación del país, declaró que trabajaba "para que Alemania sea como una locomotora en una sola dirección: Europa". Esta determinación permitiría que el proyecto alemán se concretara el 1 de noviembre de 1993, cuando se firmó el Tratado de la Unión Europea.

Pero la misma claridad de objetivos no ha logrado demostrarla fuera del Viejo Continente. Un poco por los condicionamientos que ofrece el pasado nacionalsocialista del país, pero también por la histórica incapacidad para realizar una efectiva política extraeuropea que refleje su carácter de potencia económica mundial.

Se ha mostrado como una potencia tímida que recién en diciembre de 2015 decidió asumir un compromiso internacional más amplio cuando el parlamento aprobó una salida mayor de soldados al extranjero. Lo hizo para demostrar compromiso con la defensa europea, pero sobre todo para ayudar a Francia, que acababa de recibir atentados reclamados por el Estado Islámico.

Pero el despliegue alemán en el extranjero siempre fue escaso, limitado en cuanto a objetivos y acorde a lo solicitado por las Naciones Unidas o aprobado por el parlamento. Apenas si se han desplegado en lugares como Lituania y Afganistán, ambos por requerimientos de la OTAN, en el Kurdistán sirio e iraquí, para combatir al Estado Islámico, y en Malí, para respaldar en la lucha antiterrorista a sus aliados franceses, con muchos más frentes abiertos en el mundo que los que tiene Berlín.

Pero por muchos motivos, pareciera que la gran potencia europea no puede equiparar poder económico y político con poder militar. Quizá la causa primera esté en que la ocupación extranjera, que siguió a la Segunda Guerra Mundial, impuso un pacifismo irreflexivo en la sociedad alemana, que la lleva a cuestionar a sus militares que hasta reciben agresiones si van uniformados por los espacios públicos.

Otra causa es la falta de objetivos claros en la arena internacional. Alemania ha sabido asumir parcialmente un compromiso europeo, pero no un compromiso estratégico global. Por ahora parece conformarse con ser laderos de los intereses de otros, antes que detectar y defender los propios, o identificar las reales amenazas. Quizá sólo la intervención alemana en el Kurdistán, que posibilita la construcción de un nuevo mapa de gasoductos para Europa, responda a intereses estratégicos nacionales.

Si bien en los últimos dos años ha comenzado un fuerte debate en la sociedad alemana acerca de si el país debiera o no tener armas nucleares que garanticen la defensa, lo cierto es que el largo gobierno de Angela Merkel ni siquiera ha podido dar respuesta al declive del material de la Bundeswehr, las fuerzas armadas alemanas.

En la etapa final de la Guerra Fría, los germanos habían desarrollado una serie de armas que tecnológicamente los ponía a la cabeza -por calidad, no por cantidad- en algunas categorías de la tecnología bélica. Así aparecieron los aviones de interdicción Panavia Tornado, un desarrollo multinacional realizado junto a británicos e italianos, la familia de tanques Leopard, el tanque antiaéreo Gepard, los blindados Marder y Luchs o los submarinos diesel TR 1700 y 209.

En cambio, en la actualidad, se duda de la capacidad operativa de sus fuerzas armadas, las que manifiestan graves problemas de mantenimiento y la incapacidad para redimensionarse. El reemplazo del equipamiento se ha mostrado insuficiente, lento y costoso en términos económicos. El personal militar tampoco parece motivado y no está claramente definida la política que se debería adoptar a futuro -en cuanto a renovación de material- para cumplir con aquellos objetivos estratégicos que estén más allá de la defensa del territorio nacional.

Algunos de los cuestionamientos provienen desde el extranjero, como los realizados por Donald Trump, que sostiene que el gobierno teutón debería aportar más dinero a la OTAN y colaborar de forma más efectiva con la defensa de Europa. Pero Berlín no sólo se ha mostrado renuente a esta colaboración, sino que además es ambivalente en cuanto a sus compromisos continentales.

Alemania no sólo está en la OTAN, sino que desde 1991 viene desarrollando el "Eurocuerpo", un cuerpo de ejército que nació franco-alemán, y que luego integró como "naciones marco" a Bélgica, España y Luxemburgo, destinado a defender a la Unión Europea y a la vez servir en la OTAN.

Pero los germanos siguen sin definir si van a desarrollar una política de intervención propia y si van a cumplir con todos los compromisos contraídos. Con respecto a esto último, tenemos el caso de Ucrania, donde Berlín -interesada en extender sus intereses por toda Europa Oriental- viene ayudando económicamente y militarmente al gobierno de Kiev, pero que, ante el temor de profundizar el conflicto con su principal proveedor de gas, Rusia, actualmente no muestra el mismo ímpetu que tuvo en años anteriores.

Así, mientras el sistema internacional le demanda una mayor participación, lo que exigiría una Bundeswehr más fuerte, Alemania parece sentirse más cómoda comportándose sólo como una potencia económica. Parece lejos el momento de verla asumir un rol mayor, incluso en la defensa de Europa.