A 15 kilómetros al sudoeste de Kabul se alza el palacio Tajbeg, una bellísima construcción, ahora muy deteriorada, realizada por arquitectos europeos en 1920 para descanso de la familia real afgana. Tiempo después fue usada, por su inaccesibilidad, como palacio presidencial.

Allí residía el dictador Hafizullah Amín cuando, el 27 de diciembre de 1979, un numeroso grupo comando soviético atacó el lugar, le dio muerte e inició la intervención militar de Moscú en ese país que duraría una década.

Fue el inicio de un proceso que sería política y económicamente negativo para la Unión Soviética, que sufrió en Afganistán una derrota equivalente a la de los franceses en Indochina o Argelia o a la de los estadounidenses en Vietnam y en menor medida en Iraq. En todos los casos porque se enfrentaron a conflictos que no podían política y materialmente sobrellevar.

Como le sucedió a los Estados Unidos en Vietnam, ser una superpotencia no constituye una garantía de éxito. La Unión Soviética también demostró la incapacidad, o al menos las grandes dificultades que tuvo, para enfrentarse a un conflicto de baja intensidad. Distintos factores, como los estratégicos y geopolíticos, militares y logísticos y culturales y étnicos permiten realizar esta afirmación.

Entre los factores estratégicos y geopolíticos, desde la perspectiva de los intereses de Moscú, la intervención se justificó esgrimiendo un supuesto plan estadounidense para acercarse al dictador Amín, que era comunista, a los efectos de instalar misiles balísticos Pershing en suelo afgano y entregar los yacimientos de uranio que se encontraban en ese país a Pakistán.

Lo cierto es que, muerto Amín, los soviéticos colocaron a Najibullah en el poder y continuaron en el lugar. Un artículo especializado sostenía, en 1983, que en realidad las razones para la presencia soviética en el país eran otras: acercarse al océano Índico, una proyección ansiada desde épocas zaristas, y poder controlar más efectivamente a las naciones circundantes en una época donde la presencia geográfica era más necesaria que en el presente.

Tanto los Estados Unidos, en el marco de su estrategia de contención y aislamiento de la Unión Soviética, como China, Pakistán e Irán, que lo hicieron respondiendo a intereses nacionales, buscaron el fracaso soviético en Afganistán.

Los Estados Unidos y China aportaron armas a los rebeldes, Pakistán les dio apoyo logístico, Arabia Saudita, que aún es un enemigo regional de Rusia y que tenía una alianza firme con el gobierno de Islamabad, brindó recursos económicos y facilitó que jóvenes, mayormente wahabíes como Osama Bin Laden, se involucraran en el conflicto, y hasta Irán buscó la eliminación de la presencia soviética en su vecino del este con las medidas que tuvo a su alcance.

En cuanto a los factores estrictamente militares y logísticos, el conflicto desnudó las dificultades materiales y humanas de la Unión Soviética. Si bien Moscú inició la intervención enviando al 40° Ejército, integrado mayormente por soldados tayicos o uzbekos de religión musulmana, es decir étnica, religiosa y culturalmente similares a los integrantes de las guerrillas que debían combatir, no estaban preparados para una guerra no convencional como la que debieron enfrentar.

A las dificultades que planteaba el terreno -esencialmente montañoso, con picos pronunciados y valles pequeños-, se sumaba que las unidades soviéticas habían sido concebidas, es decir entrenadas y armadas, para desempeñarse en una guerra convencional que debía tener lugar en el frente europeo contra un enemigo que poseía una doctrina y preparación similar.

En cambio estas unidades debieron improvisar y enfrentar un típico conflicto de baja intensidad, para el que debieron reconvertirse y recibir el armamento adecuado. Algunas de estas armas funcionaron desde un principio, como los helicópteros Mil Mi-8 y Mil Mi-24 o el avión de ataque al suelo Sukhoi Su-25, pero la mayoría fueron un fiasco, como los transportes de tropa BMP-1 y BTR-60, diseñados para un escenario completamente diferente y que resultaron escasos de blindaje superior y de potencia de fuego.

La imposibilidad de ocupar el espacio geográfico de forma permanente fue otro factor determinante para el fracaso. Los soviéticos desarrollaban importantes ataques y campañas, incluso causando una gran cantidad de bajas, pero tan pronto se retiraban el terreno volvía a quedar en manos enemigas.

Se debe considerar que la geografía afgana es completamente apta, por su paisaje montañoso, para desarrollar una guerra de guerrillas. Posee innumerables pasadizos y senderos que son solo conocidos por la población local, con caminos angostos que se pueden minar o interrumpir, generando el escenario ideal para una emboscada, y con una larga y porosa frontera de alta montaña con Pakistán que permite tener refugios y recibir ayuda de todo tipo.

La táctica de las milicias muyahidines era sencilla. A la realización de ataques sorpresivos desde las alturas que controlaban le sumaron la implementación de grupos móviles que tenían por objetivo golpear la tropa o los convoyes soviéticos y desaparecer. Jefes como Ahmad Sha Massoud, llamado el “León de Panjshir”, un líder tribal tayico llevado al altar de los héroes nacionales y que fuera asesinado por los talibanes, se volvió un experto en atacar las líneas de comunicación y aprovisionamiento soviéticas.

Sin duda, la mayoría de las dificultades operativas de las fuerzas de Moscú estaba en los problemas logísticos que debieron enfrentar. Entre estos estuvieron -a pesar de constituir una gran superpotencia- la recurrente falta de medios de transporte terrestres y aéreos necesarios para avituallar a la gran cantidad de hombres que tuvieron desplegados y que llegaron a 150000 en el momento más álgido.

Otro problema fue la baja calidad de las fuerzas empeñadas. Las unidades con cierto nivel de preparación y capacidad operativa fueron desplegadas solo en momentos excepcionales, como durante la invasión. Luego los soviéticos nunca pudieron extraer unidades de calidad desde Europa Central o la frontera con China, para reforzar sus operaciones. La escases de unidades especializadas para combatir en la montaña, la falta permanente de equipamiento adecuado y la imposibilidad de introducir rápidamente el armamento apropiado terminaron siendo dificultades insalvables.

Finalmente estuvieron los factores culturales y étnicos, manifestados mayormente en la oposición de las tribus afganas a la implementación de un régimen comunista que era considerado como una profunda amenaza a su religión, costumbres, valores y modos de vida. Muchos sectores rurales no apoyaron ninguno de los diferentes gobiernos socialistas que se sucedieron durante la ocupación soviética, ni sus transformaciones. Consideraban que simplemente eran cosas que se vivían y dirimían en las ciudades.

También se debe incluir la subestimación que realizaron los soviéticos con respecto a sus enemigos, que no solo conocían el terreno sino que poseían experiencia bélica -resultante de sus guerras intestinas- y que poseían antecedentes a considerar, como haber resistido la penetración británica.

Sin duda, el conflicto afgano significó un desgaste enorme y quizá innecesario para la economía soviética en una época en que reverdecía la competencia entre los bloques en el final de la Guerra Fría. Moscú comprendió tarde aquel axioma de Alvin Toffler que sostiene “que la masa no acumula poder necesariamente”, que poseer recursos no implica repartirlos eficazmente, y que “el tamaño descomunal no es garantía de victoria”.

Por último, sería conveniente destacar que el triunfo de los rebeldes en la guerra de Afganistán significó que una gran cantidad de jóvenes musulmanes aprendieran nuevas tácticas que trasladaron a futuros conflictos -como los de Iraq, Siria y Libia- y que revolucionaron la forma de hacer la guerra. La guerra ya nunca más volvería a ser la misma.