La muerte, de suyo, pone un límite infranqueable al tiempo de cada hombre, y por ello le confiere una gran seriedad en los momentos limitados que están disponibles. La muerte, para quien cree en Jesús Resucitado, nos abre la ventana a la eternidad. Y aquí la vida asume una significación de plenitud absoluta. No somos un paréntesis de ser entre dos nada, la original y la póstuma. Venimos de las Manos del Padre (San Ireneo), y vamos hacia sus brazos paternos.


Tenemos derecho a morir en la ternura. Nada duele más que la muerte del ser amado. Brota espontáneo el sentido de ayuda al enfermo, al depresivo, al caído, al que intenta el suicidio. Hemos de intentar descubrir con él el sentido de la vida. Una vida sin sentido, traslada ese mismo sinsentido al hecho de morir, vivenciado como algo final trágico. Pero los cristianos sabemos que la muerte no tiene la última palabra; es la penúltima. Venimos del amor y vamos hacia él con certeza. "El que cree en Mí, aunque muera, vivirá'', dice el Maestro.


Medios proporcionados y desproporcionados


Hay que considerar al agua, alimentación por cualquier vía y el alivio de los analgésicos como medios proporcionados de toda terapia para un enfermo terminal. Son medios normales y como tales, obligatorios para todo paciente. Hay que distinguirlos prudentemente de los medios desproporcionados o extraordinarios, que no gozan de una esperanza cierta de éxito o de beneficio y como tales puede ser utilizados o bien pueden en algún momentos, faltar. 


Aceptar la muerte es aceptar una ley de la vida. Hay que evitar la Eutanasia (darse a sí mismo la muerte quizá con ayuda del personal sanitario), pero también el Encarnizamiento terapéutico (no aceptar que hay un tramonto natural).


Una filosofía -como la marxista por ejemplo- que no da cuenta del problema de la muerte, es una filosofía pobre, y que demuestra una antropología reduccionista: el hombre está en función de la especie y la sociedad del mañana y nada más. Pero en verdad, no hay antropología sería sin tanatología integral.


El verdadero filósofo no puede no ocuparse de la muerte -desde Platón en adelante- pero su preocupación no es mera necrofilia; es el trabajo nobílismo del pensar, que labra la victoria silenciosa sobre la muerte. Su pensamiento, abierto al don de la fe sobrenatural, sabe que quedará ampliado por el horizonte de eternidad que nos aguarda. Es Dios Amor quien nos invita al banquete último.


Una cosa es padecer la muerte y otra cosa mejor es presidir -en lo posible- el acto del propio morir. La persona se resiste a considerar la muerte como mera facticidad, y aunque primariamente la percibe como un sufrimiento inexorable que sobreviene, el hombre la internaliza, la apropia en virtud de su personalidad. Insistir en la muerte-acción no niega la otra cara de la moneda: es también pasión. Ya lo decía Sto Tomás de Aquino cuando afirmaba que la muerte es la máxima pasión involuntaria. Lo que ocurre es que la muerte-acción hace visible mejor lo positivo del hombre y su momento final. ¿Por qué? Porque se la humaniza y dignifica más, porque rescata más el papel protagónico de la libertad humana, y por ende se vuelve más inteligible.


Quien sostenga que el hombre muere sin más y todo acaba allí, ha de admitir con toda honestidad que una serie de interrogantes lo abruman y no brinda razones a la esperanza y el ansia de inmortalidad que anidan en el corazón humano.