"...tomó suavemente su mano de torcaza temblorosa y ella dejó ir su almita joven hacia el puente de sus dedos.''

Era de un verde agua, según dijo su madre cuando le comentó su predilección por la pollerita de la vecina. Solía usarla los domingos; a él se le antojó que como un homenaje a su constante primavera. Se deslizaba de su cuerpo púber como cascada de juncos tibios y era como si el viento agitara en su andar los dedos de aquella tarde.


Una vez le dijo que le gustaba (que ella le gustaba). Ella sonrió sin decir nada. Los encuentros se sucedieron en el estrecho territorio que marca la vereda entre la casa de ambos. Un día él tocó la puerta de la audacia, el corazón mismo de la sangre y decidieron casi con pudor decirse que mutuamente se agradaban. Esa noche él imaginó que pasearían de la mano por el parque iniciando el romance, rogando que viniera con el atuendo verde agua como secreta ofrenda. 


La tardecita la encontró paradita en la esquina donde acordaron el encuentro. Las pocas luces del viejo farol le mostraron inequívocamente que desde su cuerpecito adolescente pendía su falda verde clara hecha de caricias de incipiente luna. Desde sus pliegues de seda cayeron lluvias de amapolas y madreselvas acompañando el estremecimientos de la cándida pubertad. 


Nada había que decir. A esa edad estas cosas se viven entre rubores encendidos y, sobre todo, silencios; el instante es suficientemente contundente para agregarle explicaciones. Como agüita que se escurre en manantial, tomó suavemente su mano de torcaza temblorosa y ella dejó ir su almita joven hacia el puente de sus dedos. El atardecer los recibía con "astillas de plata'', como la estrofa de la bella zamba que pintara el poema del salteño Manuel J. Castilla.


Luego, cada uno buscó en el silencio de su casa sus rincones de soledad para acariciar el romance. 


Al fin, el tiempo es el dueño de las circunstancias y hasta de la suerte de las raíces; la primera vez era nada más que eso, un camino en pos de la ilusión, un primer paso impúber en un previsible itinerario de emociones y sueños. Por eso, el día siguiente él lloró: se encontró de golpe con una despedida enarbolada en su manita en alto, levemente sacudida, desde el frente de su casa. El camioncito de la mudanza, repleto de muebles y sentimientos, desde la tristeza de una despedida, le transmitió inequívocamente que ella no había querido privarlo aunque sea de un instante de amor. 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.