Aquella mañana de octubre, el hombre nos hizo entrar por un largo pasillo donde, a nuestros costados, seres inertes, sombras neblinosas, estatuas de cera, iban quedando atrás mientras avanzábamos. No nos miraban; era como que ni nos presentían. Sentados hacia ventanales sin vida ni esperanza, una tenue luz los bañaba tristemente de gris.

El médico forense que me acompañaba parecía no inquietarse ante ese cuadro. Su codeo con la vejez final y la locura le había acomodado el alma a espejos casi sin sufrimiento. Es aquella, dijo el encargado del Geriátrico. Y señaló a una viejecita sentada en silla de ruedas, inclinada hacia delante y hacia sus pies.

El médico la revisó y diagnosticó demencia senil. La pobre mujer, ausente de absolutamente todo, ni se movió. Jamás había visto algo así. Jamás imaginé que los últimos días fueran los primeros pasos a una especie de infierno desgarrador que para algunos es la antesala del cielo y para otros la antesala de la nada.

Años después sufrí la misma experiencia cuando debimos llevar a mi madre a similar lugar para que pudiera vivir sus latidos postreros y su última dignidad por el mundo.

Cuando la dejamos allí, me di cuenta que la perdíamos definitivamente; que desde ese primer día cuando las empleadas la acariciaban y le colocaban en el pelo un delicado moño azul, habíamos dejado de tenerla.

Bella estaba cuando la visitábamos, pero lejos, contundentemente ausente, salvo cuando, inesperadamente, esbozó su casi única frase, cuando -para que no nos olvidara- le hicimos escuchar una grabación nuestra y dijo, sin mirarnos, que antes cantábamos mejor.

Los pasadizos del alzhéimer y la vejez extraviada se presentan como colofones del miedo, espejos vacíos, despeñaderos del amor. Somos simples como privilegiados gorriones de un sueño universal. Una fantasía que bien puede caber en la propia materia o ser la expresión triunfal de Dios.

Todo lo que nos ocurre nos dignifica en tanto somos destinatarios de la vida; pero también la misma vida puede ponernos atajos, algunos que nosotros construimos por imperio de la libertad, otros que muchas veces no podemos entender por qué se presentan a nuestros pasos.

En días finales se puede perder definitivamente el sol que se lleva como trofeo en el corazón; puede el ruiseñor convertirse en hojarasca; hasta el amor puede esconderse en una mirada vacía.

Esos seres que aquella mañana de octubre tuve ante mi alma, detenidos en hogares sin niños ni madres, presos del agobio de la nada, es posible que en algún sitio interior conserven la luz, aunque cielos de ceniza tiendan a nuestro paso.